Existe, en verdad, un magnetismo, o más bien una electricidad del amor, que se comunica por el solo contacto de las yemas de los dedos.
Estaba cansado del día, mucho jaleo en el trabajo, mucho cliente descontento y cuando volvía a casa, para colmo, perdió el autobús que siempre cogía. Para esperar al siguiente, dejó caer su cuerpo pesado sobre el banco doble que había frente a la parada. Rumiaba su mal día intentando no pensar en nada. De pronto sintió que alguien se sentaba justo a su espalda en el banco, compartiendo ambos el mismo respaldo. Se sentó discretamente. Era una chica, a la que apenas podía ver aunque forzara el rabillo de su ojo. Se tocó el pelo y en un gesto delicado, se quitó el pasador que a duras penas sujetaba su pelo recogido. Su melena de rizos castaños cayó sobre los hombros de él.
Estaba harta de su vida en ese momento y para su desgracia, además había discutido con su madre. Así que salió a tomar el aire y así reflexionar un poco. Paseó tranquilamente por las calles atestadas, se fue parando en los escaparates que le llamaron más la atención e incluso entró en alguna tienda, no con intención de comprar nada, sólo intentaba evitar acordarse del día que llevaba. Cuando se hizo tarde decidió coger el autobús. La parada estaba cerca, pero a pesar de que vio a un autobús a punto de irse, no quiso correr para alcanzarlo. Se sentó en el banco doble que había enfrente de la parada, justo a la espalda de un chico. Notó como le dolían los pies de la caminata. Se tocó el pelo, comprobando que era un desastre y decidió soltárselo.
Espalda contra espalda, en silencio, separados por un fino respaldo de madera. Él podía notar sus rizos desenrollándose sobre el pequeño trozo de piel que quedaba desnudo en su cuello. Casi le hacían cosquillas. Si afinaba la nariz, podía sentir el olor de su pelo. Se quedó muy quieto. Él, un hombre hecho y derecho, estaba nervioso por el mero contacto de una mujer. Le inquietaba la idea de que la chica se diera cuenta de cómo le retumbaba el corazón. Tengo que tranquilizarme, tengo que tranquilizarme, se decía una y otra vez. Pero ella ni siquiera se percató. Intranquilo, pensó que levantarse o desplazarse más allá en el banco sería una falta de descortesía y así, sigilosamente, acercó la mano a su cuello para retirar el pelo. Y como quiera que el destino es juguetón y caprichoso, en ese mismo instante, ella también llevó su mano al pelo. Y se produjo el contacto, apenas un breve roce de sus manos. No supuso ni un segundo de su tiempo, porque instintivamente ambos, avergonzados, retiraron sus manos bruscamente. Un toque casual, furtivo, sin la menor importancia y que nadie de los que esperaban en la parada notaron. Una leve mirada entre ellos, un balbuceo de perdón en sus bocas, una escueta sonrisa, una unión efímera pero cósmica, los poros de las yemas de sus dedos unidos, una especie de cortocircuito los dejó bloqueados. Todo fue como si el tiempo se hubiese parado en ese preciso momento aunque la Tierra siguiera girando sin freno para el resto. La llegada súbita del autobús desvaneció la íntima conexión que produjo ese velado roce. Y salieron del trance, ambos subieron y se sentaron en asientos separados. Él se bajó antes y desde ahí la miró pero sus ojos no se cruzaron. Ella quiso mirarlo también, quizá para grabar en la memoria su imagen, pero su timidez se lo impidió. No volvieron a cruzarse nunca más.