viernes, 24 de junio de 2011

Morir de amor

Hoy que olvidé aquellos días,
no sé por qué me despierto
algunas noches vacías
oyendo una voz que canta
y que, tal vez, es la mía.

La canción y el poema (Idea Vilariño, 1972)

Ésta no es una carta de suicidio, ni siquiera una carta de despedida. Es simplemente una carta de amor, amor ya sobrepasado, consumido si lo prefieres. Dicen por ahí, que declarar el amor por carta es cuestión de cobardes, que esos sentimientos hay que expresarlos cara a cara, pero no lo creo así. La carta es el vehículo perfecto para el amor, porque el amor es reflexión, a diferencia de otros sentimientos más pasajeros. Podría decirte directamente que me gustas y eso respondería al momento, pero nunca podría decirte que te amo, porque este sentimiento no es fugaz en mí y lo voy macerando como un guiso, del que, para cuando soy consciente, muchas veces ha sido demasiado tarde. Éste es, pues, el objetivo de esta carta: decirte lo que fue y que ya queda como un sueño atormentado en una noche calurosa de verano. Sin embargo, el amor tiene la cualidad de que no puede ser explicado por palabras, porque éstas no alcanzan a describir la intensidad del mismo. Probablemente, nada de lo escriba tenga mucho sentido para ti. Por eso, me hubiera gustado morir de amor, como en las canciones, que llegara un médico y certificara mi muerte: ha muerto de amor el día tal, a la hora tal. Y que la noticia llegara a ti, que tu corazón cerrado no se sintiera culpable, no quiero morir para generar en ti culpas ningunas, sino que se llenara de orgullo. Murió por mí, porque el amor que tenía no podía soportarlo, porque fue una carga excesiva. Conserva esta idea y haz con ella lo que quieras. Ríete, llora, compadécete de este inútil, presume, vanaglóriate… ésta es una ofrenda que te hago. Mi muerte, por ti, sería de amor.

Hablar de amor en abstracto nunca me ha gustado. Nadie muere de amor en la actualidad. Morimos por razones más prosaicas como el exceso de colesterol, el infarto de miocardio o los accidentes de coche. Es demasiado romántico, demasiado sentimental, el obsequio de la vida a un amor no correspondido o atormentado. Pero como describe la poetisa uruguaya Idea Vilariño, hay momentos en que nos despertamos a mitad de la noche, cuando ya todo está en el olvido, que nuestra alma se encarga de recordárnoslo, de levantar la inquietud de lo que fue pasado. En esos instantes ya no hay rabia, ni rencor, quizá nostalgia de los dolores de un corazón marchito. Porque somos una máquina curiosa, que transforma los recuerdos más angustiados en anhelo de lo no conseguido. En ese momento, quiero morir. No sé si de amor, realmente. Morir para evitar sentir lo que siento y que mi pragmático olvido intenta disfrazar. En noches como ésas, descubres que los esfuerzos por enmascarar, por enmascararte y olvidarte, en mí, son completamente inútiles. Una vez pasada esa frontera del amor, no tengo retorno posible, mi vida.


Vídeo: La canción y el poema del disco Morir de amor de Soledad Villamil
Imagen: Soledad Villamil en concierto.

martes, 14 de junio de 2011

Los laberintos

Mi cabeza es un laberinto oscuro. A veces hay como relámpagos que iluminan algunos corredores. Nunca termino de saber por qué hago ciertas cosas.

El túnel (Ernesto Sabato, 1948)

Suponía que tenía que ser de día. Había perdido la noción del tiempo y las paredes del laberinto, altas, de hormigón y sin grietas, no dejaban ver la luz del sol. Pasado ya los momentos de angustia, de gritos infructuosos de ayuda, mi mente se enfrió y se esforzó en exclusiva en buscar la salida. Como no disponía del hilo de Ariadna, ni de las migas de pan de Pulgarcito. Utilicé la vieja estrategia para salir de un laberinto; seguir siempre la misma pared y tarde o temprano encuentras el final. Aún sin saber si este laberinto tenía salida, fue apoyando la mano a la pared que quedaba a mi derecha. Al principio a ritmo normal, pero conforme caminaba, mi cuerpo excitado me pedía ir más rápido. Casi sin aliento, no sé ni el tiempo que pasé doblando esquinas, sorteando recovecos y atravesando largos corredores. Aunque me sentía desfallecido, cuando vi un gran hueco al final del túnel invadido de luz, corrí con  lágrimas que rodaban, esquivas, por mi cara. Ahí estaba al fin… Respiré. El sol estaba en lo más alto. No me importaba que mis ojos quedaran cegados ante ese derroche de luz. Me sentí joven de nuevo. Justo ahí, había un pequeño césped con un banco de piedra en medio. Me senté para recuperar el aliento. Frente a él, tres puertas hechas de setos, cada una coronada con un dintel de piedra con unas palabras grabadas:

AL FINAL     ESTÁ     LA SALIDA

Así descubrí que ése no era el final de un laberinto, sino el principio de otro. Mi laberinto estaba dentro de otro más grande cuyas paredes eran vegetales. Lloré, pataleé, me lamenté, clamé al cielo por mi mala suerte… Desorientado, tomé de nuevo rumbo y me adentré en este gran laberinto. Ahora el sol que ansiaba me abrasaba la piel.

Los laberintos son símbolos muy potentes, utilizados en todas las épocas, para representar el enigma, la desorientación de la vida, los dilemas… El día 30 de abril nos dejó una mente lúcida y laberíntica del mundo de la literatura: Ernesto Sabato, uno de los mejores narradores argentinos del siglo XX. Por esas cosas de las casualidades, homenajeando a este gran escritor, hoy (y no cuando murió, por diferentes razones circunstanciales) escribo sobre laberintos y me doy cuenta de otra gran efeméride, también sobre el fallecimiento, también sobre otro grande de la literatura y también argentino. Hoy 14 de junio, hace 25 años de la muerte de Jorge Luis Borges. Dos nombres verdaderamente ilustres, aficionados ambos a los laberintos y que han escrito algunos de los textos en castellano más bellos de la Historia. Esto es mucho decir, soy consciente, pero creo que no me equivoco. Así que sirva desde aquí mi homenaje a Sabato y Borges, por lo que dejaron escrito y vivido; y por lo que fueron. Cualquiera de sus obras tienen la magia de lo que está escrito con inteligencia. Son laberintos en los que merece la pena entrar y perderse absolutamente.

miércoles, 8 de junio de 2011

El olor del jazmín

Una preciosa flor de jazmín.
Una preciosa flor de jazmín,
las flores perfumadas colman la rama
blancas y fragantes para deleite de todos.
Déjame que vaya y recoja una flor
para dársela a alguien,
flor de jazmín,
ah, flor de jazmín.

Mo Li Hua (canción tradicional china de la dinastía Qing, siglo XVIII)

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Las autoridades locales se reunieron para celebrar la detención de la bandida conocida como Flor de jazmín. Llevaba años atemorizando a la población, dijo el alcalde satisfecho de la operación. Sin embargo, en el pueblo se respiraba un aire que no era precisamente festivo. “Flor de jazmín” encarnaba la resistencia, nunca robó a la población porque sabía que en esa región lo material nunca sobraba. Las calles seguían empapeladas con su rostro y una recompensa por cualquier dato que pudiera ayudar a dar con su paradero. “Flor de jazmín” en el calabozo, sin embargo, callaba. Adoptó un rictus de piedra, inmóvil, esperando a que llegaran las torturas. Era verano y casi todo el pueblo tenía abiertas las ventanas para soportar mínimamente el calor. También en el edificio del ayuntamiento, donde brindaban por el enorme éxito policial. De repente se levantó una brisa que entró por las ventanas y las puertas, un aire aromático que olía levemente a jazmín. Nadie le echó cuenta, pero con el paso de las horas el aroma a jazmín se hizo más y más penetrante. Pesado, dulzón, el olor inundaba los despachos del ayuntamiento. Ante esto, los jefes mandaron a sus subordinados cerrar cualquier hueco que diera a la calle, pero la misma calle estaba inundada de aquel olor. Se improvisó una comisión que decidió arrancar todos los jazmines del pueblo. A los días, ya no quedaba ninguno, pero el olor persistía sin conocerse su origen. La nueva solución fue cerrar puertas y ventanas por la propia seguridad del pueblo, a pesar del calor estival. Es una estrategia de los secuaces de “Flor de jazmín” para desestabilizar, sentenció el alcalde. Y buscaron en cada casa, en cada armario, en los templos y en los mercados, pero el jazmín despedía un olor cada vez más insoportable y no se encontró responsable alguno. Las autoridades locales contactaron con las regionales y éstas con las nacionales, que decidieron trasladar a la bandida a la capital. Sin embargo, el aire del pueblo ya era apenas respirable. Y se decidió cortar por lo sano. Se obligó a los ciudadanos a dejar sus casas y el pueblo se abandonó, y se decidió que nadie volviera a él bajo pena de muerte. Se suprimió de los mapas para evitar que nadie diera con él. Desplazados, errantes, las personas del pueblo del jazmín, como ya era conocido en los corrillos, no eran bienvenidas en ningún lugar. Las autoridades ante su propio fracaso decretó el silencio: la palabra jazmín estaba proscrita.

Una pequeña historia para ilustrar la paranoia de una dictadura para evitar lo inevitable. China lleva unos meses prohibiendo y censurando la palabra jazmín en los medios de comunicación e internet para evitar que la denominada “Revolución de los Jazmines” de Túnez cale en el ánimo del pueblo chino. Me parecen medidas extremas que sólo los gobiernos autoritarios se atreven a tomar, pensando que, como el Gran Hermano de Orwell, pueden controlar los pensamientos de su población. Es lamentable que alguien llegue a pensar esto y para ello bloquee incluso producciones de una flor sencilla y cotidiana, base del té tradicional chino. Siguiendo este ejemplo hasta el infinito, podemos suponer que se irán censurando más palabras, ya no sólo políticas como democracia o libertad, sino de uso común bien porque se parezcan a otras palabras proscritas, bien porque sean usadas en alguna de las muchas manifestaciones a lo largo del mundo. Finalmente incluso si el gobierno chino quieren ser consecuente con su estrategia terminarían prohibiendo la palabra central de su ideología: REVOLUCIÓN, porque puede que sea muy china, pero no vaya a ser que al pueblo le dé por pensar.

viernes, 27 de mayo de 2011

Sol de Justicia

Defenderemos nuestra isla, cueste lo que cueste. Lucharemos en las playas, lucharemos en los lugares de desembarco, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en los montes. No nos rendiremos jamás. […] y les romperemos las cabezas con botellas de soda porque no tenemos armas.

Winston Churchill (1940, exhortación ante la batalla de Inglaterra en la II Guerra Mundial)

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Barra de bar, dos cervezas, dos hombres de mediana edad hablan:

- ¿Has visto la que hay montada en la Puerta del Sol?

- Menuda panda esos de Sol. Mucha democracia y mucho cuento es lo que tienen. Los querría ver yo en nuestra época. Las cosas están mal, eso se sabe, y lo que hay que hacer es trabajar para mejorarlas. Unos vagos, te lo digo yo.

- Bueno, es verdad, hay mucha crisis y eso a quien más afecta es a los jóvenes. Lo sé por mis hijos.

- Pero no compares a tus hijos con los desarrapados de Sol. Tus hijos tienen estudios, son gente educada, no van a tener problemas para encontrar trabajo. Además, enseguida que cambien el gobierno, la situación pasará. Lo que no sé es como se permite que acampen ahí, en pleno centro, donde todas las familias pasean. Ahora ni se podrá pasar por ahí. ¿Quién se creen para darse ese permiso?

- ¿Crees que la policía debería desalojarlos? Son muchos…

- Claro, la policía está para cumplir la ley. No van a ser ellos menos que nadie. Indignados, indignados, más indignado estoy yo con ellos. Y además, ¿qué piden? ¿que vayamos todos a la comuna? ¿qué piden?

Se dirige al camarero que estaba escuchando la conversación y le hace la misma pregunta. Él piensa para sí: No piden nada, exigen justicia. Pero se hace el mudo y se va a ordenar algo en la cocina sin contestar.

Hay en un momento en la vida que tienes que saltar indignado por las cosas que realmente importan. Igual no te tocan directamente a ti, pero escuchas cada día historias dramáticas e incluso trágicas de personas que te rodean y piensas que, en algún momento futuro, podrías ser tú quien estuviera contándoselo a otra persona. A veces nos escudamos en la palabra mágica “crisis” que lo explica todo, pero otras veces necesitamos explicaciones. Creo que eso ha pasado en la Puerta del Sol de Madrid. Mucha indignación acumulada que se ha derramado en forma de acampada. Ahora llega el momento de las propuestas. Da gusto ver a personas proponiendo soluciones e ideas en plena calle. Gente de todo tipo y condición, como las que nos cruzaríamos por la calle sin darnos cuenta de que están y que se esmeran en hablar al resto. Otra cosa diferente es que los que gobiernan, representantes del pueblo para más señas, reciban, debatan y aprueben o denieguen estas propuestas. Pero al menos, da la satisfacción de comprobar que no todo está perdido, que hay gente que bajo su apariencia cotidiana, tiene iniciativa y arrojo para cambiar algo. Eso me reconforta, al menos eso. Sé que es poco y que las revoluciones no surgen de esta manera. Quizá sea sólo una pequeña gota de agua en un océano, pero es nuestra gota y tenemos derecho a exponerla con indignación y respeto.

martes, 17 de mayo de 2011

Madame Mao

Yo era el perro enojado de Mao. A quien él dijese que había que morder, yo le mordía.

Jiang Qing

Madame Mao

La noche antes del juicio pensó en Mao. Sabía que el día siguiente iba a ser muy duro. Conocía el sistema mejor que nadie. Retransmitirían el juicio a toda la nación para que la humillación fuese mayor y el castigo asustara a todo el pueblo. Así sabrían de lo que es capaz la Gran República Popular. ¿Contrarrevolucionaria? Aún no lo podía creer. Ella había sido alabada como madre de la Revolución Cultural, el apoyo de Mao, la cara visible de las mujeres chinas. Hoy, sin embargo, todo ha cambiado. La nueva China que diseñamos no se parecía a ésta. El comunismo ya no lucía en los carteles exhortando a los ciudadanos. Ahora sólo se usa cínicamente el retrato oficial de Mao, cuando todos sus sucesores han traicionado su espíritu. Pensó en el aburguesamiento de los actuales líderes, en el ansia de poder, en los años dorados, pero nada de eso podía salvarla ya. No se decidía en si defenderse fieramente o adoptar un profundo silencio, resignándose a un castigo ya dictado de antemano. La Revolución Cultural había fracasado, el Gran Salto Adelante se había convertido en un nuevo paso atrás. Ahora su vida no valía nada. Estaba preparada.

Jiang Qing fue la cuarta y última esposa de Mao Zedong. Encarnó el ideal de mujer maoísta y fue líder e ideóloga de la Revolución Cultural China. Era la compañera perfecta y la camarada leal. A la muerte del Gran Timonel, sirvió de chivo expiatorio por el ala más reformista del Partido Comunista Chino, que en ese momento ascendió al poder. Después de décadas de culto a la persona de Mao era imposible revertir sus consecuencias y se detuvo, encarceló y enjuició a sus más fieles colaboradores. Se les llamó la Banda de los Cuatro y Jiang Qing estaba entre ellos. Como forma de escarmiento público, el juicio, con cargos de intento de golpe de estado y de contrarrevolución, se retransmitió en la televisión pública. Madame Mao, como en Occidente se la denominaba despectivamente, se mantuvo impertérrita ante las acusaciones y decidió defenderse a sí misma en un juicio que ya estaba decidido de antemano. Fue condenada a muerte, por supuesto, aunque su pena se conmutó por cadena perpetua, como signo de la misericordia de la República Popular. Murió el 14 de mayo de 1991, hace ahora veinte años. El régimen informó de su suicidio, un final supuestamente expiatorio para una mujer que construyó la faceta más renovadora (y a la vez sangrienta y censora) de la China comunista. Vivió las dos caras del poder en su persona y pagó su osadía.

Ayer se cumplió el 45 aniversario del inicio de la Revolución Cultural China. Cuando me sumerjo en la Historia, siempre termino llegando a la conclusión que los grandes acontecimientos siempre traen aparejadas pequeñas historias personales como ésta, que tienen el mismo interés, al menos,  que las más grandes hazañas y las más terribles desgracias.

jueves, 12 de mayo de 2011

Muy corto, dijo ella

Todos los cambios, aun los más ansiados, llevan consigo cierta melancolía.

Anatole France

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No se encontraba bien a la salida del trabajo. Pensó que sería un constipado incipiente y se fue a casa a descansar, casi sin hablar con nadie. Cenó ligero y se metió en la cama. Al día siguiente estaba igual. Dolor de cabeza, ojos irritados, brazos pesados. Y decidió no ir a trabajar a ver si se le pasaba. Pasó el día vagueando, viendo fotos antiguas mientras echaban cualquier cosa en la televisión. No tenía fiebre, el dolor de cabeza era muy leve, pero sentía un malestar que le rondaba por todo el cuerpo. Al otro día, seguía igual. Decidió ir al médico, que sin mucho afán le recetó unos analgésicos. Fue inmediatamente a la farmacia, los compró y en el camino a su casa, se fijó en una peluquería. No había nadie, sólo una chica barriendo el suelo. Sin pensárselo dos veces, entró, saludó, y con una sonrisa de alivio dijo: córtame el pelo. La chica, con sorpresa por tener algo que hacer, le preguntó: ¿cómo de corto? Muy corto, dijo ella. Y casi cerró los ojos cuando le fueron cayendo en sus hombros los mechones largos de pelo. Cuando terminó allí, volvió a casa, se miró en el espejo del recibidor y se echó en el sofá. Durmió casi toda la mañana. Cuando se levantó, se encontraba de pronto bien. No tomó ni un analgésico.

Hacía mucho que quería hacerlo, pero es de esas cosas que siempre dejo por falta de tiempo o simplemente por dejadez propia. Pero hoy estaba animado y creo que es un día bonito para cambiar. Sin ninguna razón especial. Así que, experimentando un poco, os presento el nuevo look de Capri c’est fini. Cambiamos el envase pero el producto sigue siendo el mismo. Ahora MÁS y MEJOR.

Imagen: La túnica rosa (Tamara de Lempicka, 1927, colección particular)

sábado, 7 de mayo de 2011

El insensible

Colocó su taza en la pequeña mesa de mármol. Miró a la gente de fuera; parecían felices, reuniéndose en mitad de la calle, gritando, riendo, peleando por nada. Pero no podía sentir el sabor, no podía sentir. En el salón de té, entre las mesas y los parlanchines camareros, el terrible temor se apoderó de él… no podía sentir.

La señora Dalloway (Virginia Woolf, 1925)

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Apenas se dio cuenta de cómo sucedió. Empezó como un resfriado. Comenzó a tener la nariz atascada. Tenían que ser olores muy fuertes para sentirlos. Pronto su olfato entró en una neblina. Todo le olía gris. El guiso de mediodía, la flores del parque, los contenedores de basura, la lluvia en el asfalto. Prefirió no asustarse, el olfato es un sentido animal, no me hace falta. Pero pronto, no necesitó la sal. Casi mejor, pensó, no es buena para la salud. Pero los alimentos se estaban convirtiendo en su boca en una especie de papilla insípida. Sentado en la barra de un bar, un día, pidió un café y le supo a corcho. Ni siquiera abrió el sobre de azúcar. Un líquido caliente irreconocible bajaba por su garganta, por eso dejó el café a medio tomar. Pensó en las ventajas de no querer comer y siguió su camino. A los pocos días, en su cuarto, echado en la cama, de repente escuchó un sonido agudo y tras él, un silencio. Abrumador. Operístico. No escuchaba la habitual cháchara de su vecina hablando por teléfono junto a la ventana, ni al perro que solía ladrar a lo lejos. No escuchaba el chisporroteo del fluorescente al encenderse. Empezó a preocuparse y nadie parecía saber que es lo que le estaba pasando. Quizá a nadie le importaba realmente. Un día conoció a una chica y sintió un vuelco al corazón, por fin, un sentimiento. Prometía ser una historia importante. Ella le sonreía y él le devolvía media sonrisa, para hacerse el interesante. No la oía, claro está, pero sabía que era ella. A los días, como imanes, las miradas se fueron acercando, los cuerpos le siguieron obedientes y los labios irremediablemente se unieron en un beso. No sintió nada. Era como si un trozo de carne se pegara a su boca. Cerró los ojos y se desmayó.

viernes, 29 de abril de 2011

Interiores

Es una ironía; a pesar de que yo estoy preocupada por ti y tú me correspondes con desdén, me siento culpable. Creo que tú eres demasiado perfecta para vivir en este mundo. Todas esas habitaciones tan exquisitamente amuebladas, esos interiores tan cuidadosamente diseñados, todo tan controlado… No había lugar en ellos para los sentimientos humanos. No, no lo había.

Interiores (Woody Allen, 1978)

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Joey miraba el jarrón blanco de cerámica porosa que su madre le colocó en el aparador del salón. Pensó que era una imposición de su madre.

Una vez completada la decoración de la casa familiar, se había dedicado a comprar pequeños detalles para mejorar mi casa. Era un jarrón sencillo, quizá para poner margaritas. Según me dijo mamá, ninguna otra flor debía cubrir la belleza serena de la cerámica, ni las formas simples que tenía. Pero, bajo esa apariencia, sobre la madera, presidiendo el salón, se escondía el mandato firme de una madre, una mujer inteligente, dotada, culta y que quería lo mejor para sus hijas. Todo belleza, pero con un interior oscuro y autoritario, como el que había si mirabas por la boca del jarrón. Al igual que éste, mi madre podría lucir margaritas prendidas en su trenza, pero seguiría siendo mi madre, todopoderosa madre. Más allá del poder maternal de cualquier madre, la mía usaba mecanismos suaves, diplomacia blanda, buenas palabras y educación, pero imposición al fin y al cabo. No me molestaba realmente el jarrón, era bello. Mi madre tenía buen gusto. Si lo retiraba y lo colocara en otro lugar, sería lo primero que mamá observaría al entrar: “Hija, ¿dónde está el jarrón? Quedaba tan bien ahí… que es una pena que lo hayas quitado. Daba tanto juego con los muebles…” Y yo, por no escuchar nada más, lo volvería a poner en su sitio, con rabia, con un gesto frustrado de derrota por el indignante mando de quien me dio a luz.

En Interiores (1978), Woody Allen unifica dos de sus temas preferidos en su filmografía: psicoanálisis y Bergman. Más que nunca, esta película es un enorme homenaje construido en torno al gran cineasta sueco. No voy a incidir en las diferencias entre Ingmar Bergman y Woody Allen, porque son evidentes y este blog no pretende ser una enciclopedia. Pero es claro que en Interiores existe una admiración que sublima toda la película. Actores, diálogos, ambientación, todo es tan bergmaniano, aunque siempre pasado por el tamiz del director neoyorkino, lleno de ironía y situaciones inverosímiles. Una madre castrante y controladora a la que su marido, padre de la familia, decide abandonar después de muchos años de matrimonio. Tres hijas totalmente diferentes en su manera de ver el mundo, pero que tienen la característica común de la inconveniencia de esta separación. Y mucha intelectualidad y referencia a filósofos y escritores hasta en las conversaciones más triviales y caseras. El punto de normalidad lo pone la nueva novia del padre, Pearl, una divorciada madura, que llega a la familia como un terremoto. Los momentos culmen se producen en la boda del padre y Pearl. Todas las rencillas familiares estallan en la casa de la playa donde se celebra la ceremonia íntima. Junto a una noche tormentosa y un mar embravecido, luz nórdica, sobriedad y colores fríos, Bergman estaría profundamente halagado.


Vídeo: Renata (Diane Keaton) en su visita al psicoanalista.

viernes, 22 de abril de 2011

Semanas, días y horas santas

¿Es el hombre sólo un fallo de Dios, o Dios sólo un fallo del hombre?

Friedrich Nietzsche

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¡Qué curioso que haya santidad en una semana, como que haya lugares santos o libros sagrados! Si hago un poco de memoria de mis clases de religión, tiene sentido. El incipiente cristianismo recurrió a las festividades romanas para no hacer desconfiar a los recién convertidos. Y el Imperio Romano propuso estas fiestas religiosas basadas en factores nada sagrados como el ciclo lunar, las estaciones o las fases de los cultivos. Otras religiones también han hecho coincidir sus festividades religiosas con hechos similares. Por eso, no voy a hacer aquí ni media crítica a la Semana Santa aunque tampoco voy a meterme en discusiones espirituales. Santo es el descanso como fiesta, santo es la oportunidad de salir de la rutina unos días, santo es olvidarse de los problemas cotidianos. Sé que no todo el mundo puede sumergirse en esta santidad toda una semana, ni que ésta coincida con la fijada formalmente. También comprendo que moverse como ovejas de un mismo redil en las mismas fechas no es del gusto de todos. Para todos aquéllos, creyentes y no creyentes, santos y demonios, puritanos, barrabases, judas, vírgenes, ermitaños, místicos o ascetas buscad vuestra semana santa, y si no es posible, días, horas o minutos en los que se pare el tiempo, en los que se aproveche para buscar dentro de uno mismo las fuerzas que nos alivien de la carga de la vida. Refugio espiritual que a veces hace falta, sin liturgias, ni ritos, ni confesiones, ni penitencias, sólo tiempo santo para reflexionar, para bajarse de la existencia y pararse a pensar en dónde ir, cómo hacerlo o si es necesario todo lo que nos rodea, por ejemplo.

Imagen: Ciudad Vieja de Jerusalén, lugar santo por excelencia para tres religiones, en el que parece que, en vez de compartir su santidad, luchan por apropiársela por su interés más excluyente.

domingo, 17 de abril de 2011

Séraphine Louis

Una obra grandiosa que ignora sus sublimes predecesores y por lo tanto no puede citarlos como testigos: los rosetones de las catedrales medievales y las tapicerías góticas.

Hojas, flores, ramas, rojo sangre. Sábanas mojadas tomando el sol junto al río, baldes llenos de agua con jabón, suelos de madera barridos. Velas encendidas con cera goteando. Pinceles sucios, aguarrás, pintura Ripolin de la droguería del pueblo, paletas, mejungues a medio secar, olor a barniz. La mirada de la Virgen es la única que te ve pintar. Voces. El apocalipsis. El fuego encendido para un té, las camisas planchadas y dobladas. Manzanas brillantes, hojarasca viva, flores que hablan, viento que susurra. La obra del Creador fundida en los lienzos. El barro, el líquen de un árbol, los trinos de los pájaros, la hierba. Las calles mojadas, los gritos, los ojos que te juzgan. Y más voces, y las rodillas peladas del frío y de fregar. Un pequeño trozo de carne y un vaso de vino peleón. Discretas ilusiones. Sencilla tú, Séraphine, como los arbustos, pero entrelazada y compleja como tus pinturas.

Séraphine Louis o Séraphine de Senlis (1864-1942) es una pintora francesa casi desconocida. Es representante de la pintura naïf de principios del siglo XX. Aunque esto es mucho decir para esta mujer de vida difícil e imaginación imparable. Huerfana con apenas un año, adolescencia en un convento, fue pastora y criada toda su vida. Pero tenía una pasión oculta: pintar. Fue descubierta por el marchante y coleccionista Wilhelm Uhde, cuando éste se refugió en Senlis en 1912, huyendo del caos de París. Por casualidad, Séraphine servía en la casa que alquiló Uhde, y también casualmente llegó a sus manos un pequeño bodegón de manzanas, que le asombró. Ahí comenzó la carrera pública de esta mujer, dentro del grupo de "primitivos modernos" o precursora del Art brut o arte marginal. El encuentro con Uhde despertó sus inquietudes artísticas, hasta entonces privadas y comenzó a pintar y a pintar hasta la demencia. Le expusieron y vendió algunas obras en París, una vez acabada la I Guerra Mundial, pero la Gran Depresión ahogó de nuevo esta fulgurante y breve carrera. El 25 de febrero de 1932, Séraphine, después de un altercado en Senlis, es ingresada en el asilo psiquiátrico de Clermont-de-L'Oise. Diágnóstico clínico: "Ideas delirantes con manía persecutoria, alucinaciones psicosensoriales y trastornos de la sensibilidad profunda." Nunca más pintó. Murió en la pobreza el 18 de diciembre de 1942. Fue enterrada en una fosa común.

Dije pintora casi desconocida, porque he visto una preciosa película biográfica de esta excepcional mujer (Séraphine, Martin Provost, 2008) y, como su mecenas, yo también la he descubierto ahora. Y aunque siempre me han parecido las naturalezas muertas un poco frías, no es el caso en la pintura de Séraphine Louis, llenas de color y de vida. Recomiendo la película y su obra. Y aprovecho, para, desde aquí, brindar este homenaje a los artistas autodidactas, que llenan con pasión cualquier vacío de educación formal. Bravo por ellos.


Imagen: Hojas (Séraphine Louis, 1928-1929) en la Colección Dina Vierny de París. Vídeo: Trailer de la película Séraphine (Martin Provost, 2008).

domingo, 10 de abril de 2011

La mudanza

¡Oh, válgame Dios, qué vida esta tan miserable! No hay contento seguro ni cosa sin mudanza. […] ¡Oh, si mirásemos con advertencia las cosas de nuestra vida! Cada uno vería por experiencia en lo poco que se ha de tener contento ni descontento de ella.

Libro de la vida (Santa Teresa de Jesús, 1562-1565)

Fase 1) Empaquetar: Mendiga por las tiendas cajas de cartón, cárgalas, móntalas en casa y refuérzalas con cinta de embalar para que no se desfonden. Empieza a sacar todo. Laméntate de cuantas cosas inútiles se van acumulando a lo largo de los años. Cosas inimaginables que no encontrabas o que ya dabas por perdidas. Comienza a pensar en la utilidad de los objetos, mirando el futuro. ¿Esto me podrá servir o no? Descubres que las cajas que has llenado pesan demasiado y que el ni el Increíble Hulk podría con ellas. Las aligeras, cargándolas uno o dos segundos para comprobar su peso. Ves que se van reproduciendo las cajas, a pesar de que has llenado innumerables bolsas de basura con lo que quieres tirar. Las definitivas se cierran con cinta marrón y escribes en el cartón su contenido. Tiras un poco de todo: ropa inservible, papeles olvidados, folletos que has guardado… Cuando los armarios y cajones están vacíos, haces una bolsa con la poca comida que quedaba. Bajas la basura. Echas un vistazo al piso vacío y te das cuenta de que estaba mejor sin tanta cosa. Por fin toda tu vida está embalada.

Fase 2) Desempaquetar: Intenta aparcar en el sitio más cercano para poder descargar. Descubre que es imposible. De mal humor, encuentra un hueco sin apenas sitio para maniobrar. Comienza a descargar. Maldice el momento en que decidiste mudarte. Maldice al mundo multiplicado por el número de cajas que abarrota el coche. Comienza a subir. Deja las cajas en la habitación que esté más a mano. Haz otro viaje, y otro y otro, hasta que estés sudando como un cerdo. Cuando el cargamento ya está de nuevo reunido, comienza a sacar cosas: ropa, libros, cacharros, zapatos. Descubre que no hay el sitio que esperabas, que hay que ser minimalista y tira alguna cosa sin importancia. Clasifica, ordena y guarda. A pesar de que tienes toda la casa llena, tienes la impresión de que falta algo. Sin pensar, llenas cualquier hueco que sea capaz de albergar tus preciadas posesiones. Poco a poco el desorden se va transformando en orden. Vuelves a llenar bolsas de basura, que juntas con las cajas de cartón vacías. Bajas con esto, buscando un contenedor, que no encuentras. Subes, cansado y derrotado, a tu nuevo hogar.

Te sientas. Enciendes un cigarro. Miras a tu alrededor y sonríes satisfecho. Se oyen vecinos hablar a lo lejos. Misión cumplida. ¿Y ahora qué?

miércoles, 23 de marzo de 2011

Elizabeth Taylor

Cuando la gente dice “ella tiene todo”, tengo una respuesta: todavía no tengo mañana.

Elizabeth Taylor

Los ojos violetas se han cerrado hoy para siempre, ojos que llenaban una pantalla, cristalinos y penetrantes. Cleopatra echó la última mirada burlona y tomó el áspid, antes de recrearse en los recuerdos de toda una vida marcada a partes iguales por el lujo y la lucha. Fue gata en el tejado de zinc, mujercita malcriada, violenta alcohólica que no temía a Virginia Woolf, mujer marcada. Fue Liz, aunque no le gustaba. Tuvo un lugar en el sol, en Alejandría, en el papel couché y en todas las joyerías exclusivas de Beverly Hills a Nueva York. De niña, jugó a ser actriz como un prodigio, y cuando lo consiguió jugó a ser mujer enamorada. Su James Dean, su Monty Clift, su Rock Hudson, y cuando se cansó de eso, llegó su Marco Antonio, Richard Burton. Pero no descansó ahí, la pasión hay que regarla con diamantes y alcohol para ser digna de tal ilustre matrimonio. Peregrina Liz, protagonista de sueños, de luchas, de apoyo y buenas causas. Lengua mordaz, facciones de diosa, mujer indomable, robó el esplendor del Hollywood dorado para atesorarlo por siempre. Leyenda. Mito de un mundo que no existe ya, ni existió nunca.

Y de repente, el último verano. Descanse en paz. El cielo se llena de estrellas mientras la Tierra sigue fea y gris sin mujeres como Elizabeth Taylor.

domingo, 20 de marzo de 2011

Sueños olvidados

Tras el vivir y el soñar,
está lo que más importa:
despertar.

Nuevas canciones (Antonio Machado, 1924)

Día duro de trabajo, nerviosismo, tensiones, malas caras. Una cena rápida y a la cama, mañana será otro día. Me arrebujo entre las sábanas de cualquier manera. Cierro los ojos. Unos breves minutos para pensamientos triviales y duermo, por fin.

Estoy en una ciudad. Parece devastada. El cielo tiene un color gris plomizo. Algo o alguien me persigue. Necesito huir. Corro. No reconozco ninguna calle, pero aún así corro. Mientras lo hago, sombras con forma humana me observan. No tienen ojos, aunque en su lugar tienen luces. Son seres tristes, sin rostro. Sin pararme, por la ciudad desconocida, entro en un edificio en ruinas. Desesperado, mi perseguidor me pisa los talones. Abro una puerta y otra, buscando escapatoria. Habitaciones sin ningún escondrijo, grandes y vacías. Me topo con una puerta pesada, de caoba, con figuras grabadas. Está cerrada. Forcejeo con el pomo. Miro a mis espaldas. Está tras de mí. Mis movimientos son guiados por el nerviosismo. Ábrete, ábrete.

Estoy en un prado. Verde, perfecto, con la hierba larga y húmeda mojando mis zapatos. Nadie a mi alrededor. A lo lejos se ve un lago y unas casas. Todo deslumbra pero parece artificial. De la nada, surge una mujer. Pelo largo, vestido de flores, serena. Me toma la mano. Le hablo pero no me responde. Sin embargo me da provoca seguridad. Va señalando algunas flores, algunos árboles, alguna nube perdida que rompe el celeste del cielo. Llegamos a una casa. Tiene la puerta abierta. Un gran cuadro preside el salón. Es una escena de guerra, personas agonizando, bombas que estallan contra la tierra, sangre y suciedad. La mujer señala el cuadro y ríe. Sus facciones se vuelven diabólicas. De su boca sale una voz masculina que me dice: éste es tu mundo.

La alarma del despertador me saca del sueño de golpe. Enciendo la luz, me pongo el reloj. Me dirijo al cuarto de baño. En el espejo, mientras veo mis ojos hinchados, pienso en qué soñé anoche. No retengo nunca mis sueños, pero creo que esta vez fue algo interesante.

Imagen: El sueño de Henri Rousseau (1910, Museo de Arte Moderno, Nueva York).

sábado, 12 de marzo de 2011

La cuidadora de la piscina de bolas

No me gusta el trabajo, a nadie le gusta; pero me gusta que, en el trabajo, tenga la ocasión de descubrirme a mí mismo.

Joseph Conrad

Nunca vi una mirada tan triste en una persona, y lo que más me llamaba la atención es que fuera en un sitio donde se supone que sólo hay ojos alegres. Era en un lugar de comida rápida. Solía ir al menos una vez por semana durante el almuerzo del trabajo. No soportaba a mis compañeros y ése era el mejor refugio. Cogía mi bandeja y me subía al piso de arriba, que era la zona más tranquila. Mientras comía, leía el periódico o trasteaba con el móvil, sin ningún afán. Pero un día me fijé en la chica que se encargaba de la piscina de bolas. Sentada en su mesita, rodeada de zapatos infantiles, que echaba un ojo a los niños que se sumergían en esa marea multicolor mientras sus madres despreocupadas charlaban y charlaban. Yo la miraba disimuladamente, ella mantenía mirada fija y rostro pensativo. De vez en cuando giraba su cara a la piscina para comprobar que todo fuera bien y volvía a su posición original. Cuando alguna madre venía a recoger a su retoño, la atendía con amabilidad, ayudaba a poner los zapatos al niño, sacaba un caramelo del bolsillo y se lo daba. Nunca estuve demasiado tiempo en el local, nunca demasiado para comprobar si tenía más funciones. Nunca tanto como para saber si esa mirada lejana, esa cara triste era parte de su trabajo como el uniforme o la mesa. Nunca intercambiamos una palabra, ni siquiera un gesto de apoyo, un sutil ÁNIMO. Un día regresé y ya no estaba. Me supongo que ella sería parte de los recortes que las empresas siempre esgrimen para soportar una crisis. El mundo no es una piscina de bolas, sino más bien un desangelado almacén. Quizá sea más feliz allá donde esté. Eso espero.

jueves, 3 de marzo de 2011

Pequeño divertimento para las esperas

¿Sufre más el que espera siempre
que aquél que nunca esperó a nadie?

El libro de las preguntas (Pablo Neruda, 1974)

Siempre me hiciste esperar mucho. Por más que te decía que eras una tardona, que no tenía paciencia para las esperas, que odiaba aburrirme, nunca me hacías caso. Era superior a ti y pronto me tuve que resignar a las circunstancias. Normalmente quedábamos en una boca de metro. Las primeras veces me concentraba fielmente en la esfera de mi reloj. Luego, miraba al cielo, a la calle, a mis zapatos, a los coches que pasaban cerca, pero también me aburría. Así, poco a poco, fui creando un juego. Veía salir a las personas de la boca de metro y empezaba a contarlas para saber cuántas necesitaba ver antes de verte a ti. Como siempre eran muchas las que te precedían, probé a depurarlo un poco más. Por eso, conté a las mujeres, primero, pero seguían siendo demasiadas. Luego a las mujeres que tuvieran más o menos tu edad. Pero era difícil detectarlas, porque nunca fui muy bueno con las edades. Así, intenté contar a las chicas que tenían el pelo como tú: largo y liso. Me sorprendía, cada vez, cuántas tenían tu misma melena. No probé con los ojos, porque no me atrevía a mirar directamente a las que salían del metro. Añadía más detalles: un bolso parecido al que solías usar, un abrigo marrón, esos vaqueros que me volvían locos… de tal manera, llevaba en la cabeza varias listas. Cinco chicas de pelo largo, dos con vaqueros, una con bolso, tres de tu misma altura, otra más. Y conseguía con este pequeño juego dejar que los minutos corrieran sin darme cuenta. Siempre que aparecías apresurada con tu mejor sonrisa de disculpa, me pillabas ensimismado y me preguntabas: ¿en qué piensas, amor? Y siempre te contestaba engañándote un poco: Pensaba en ti. Aunque no te mentía del todo.

jueves, 24 de febrero de 2011

Carta de una desconocida

Cuando leas esta carta, puede que haya muerto; tengo tanto que contarte y tan poco tiempo...

Carta de una desconocida (Max Ophüls, 1948)

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Aún recuerdo el día en que apareciste en mi vida. Era un día cualquiera, ni siquiera ocurrió nada extraordinario más. Hay dos fechas claves en la vida de una persona, el día en que naces y el día en que se despierta a la vida. Y aquél fue éste segundo. Comenzó con la llegada de un carro de mudanzas. Los operarios fueron sacando, uno tras otro, objetos maravillosos. Un arpa, unos candelabros de plata, cajas de libros, cartapacios llenos de libretos y partituras, copas de cristal envueltas en papel de periódico… Yo me paseaba admirada como si hubiera entrado en la cueva de los ladrones de Alí Babá. A pesar de que oía de fondo a mi madre llamarme, no había nada, ni nadie que pudiera hacerme reaccionar. En esos momentos, sentí un agudo dolor dentro del pecho. Como el pollito que sale del cascarón, mi corazón nacía en aquel preciso instante. Me enamoré de los libros, de la lámpara de tu despacho, del piano, del pesado cajón donde se podía leer: FRÁGIL, de todo lo que veía salir de aquel camión. Y entre el ir y venir de hombres y cajas, por fin te vi dirigiendo al resto. Como un director de orquesta, movías tus brazos y dabas instrucciones. Allí me vi, sucumbiendo a la dulce melodía. Mi destino quedó sellado a ella.

Carta de una desconocida (1922) es un precioso relato de Stefan Zweig, que hace tiempo que leí. Supongo que con una buena idea como la de este libro, hacer una película buena es más fácil. Y también puedo suponer que Max Ophüls era el director indicado para traspasar al cine un relato ambientado en la Viena de principios de siglo, aunque la película se hiciera en el Hollywood de 1948. Pero tener un texto excelente no es la panacea que puede salvar una película, especialmente cuando se tiene una historia que es un flashback continuo. Son necesarios actores solventes, una preciosa ambientación y todo el talento necesario para no convertir una historia de amor-obsesión en una cursilada mayúscula. Creo que Carta de una desconocida (1948) lo consigue con creces. Ver los ojos ansiosos de Lisa (Joan Fontaine) cuando Stefan (Louis Jourdan) la descubre espiándole bajo su casa, llorosos en su despedida del tren y decepcionados cuando se da cuenta de que nunca va a recordarla, son toda una muestra de interpretación. Con una película así, uno recuerda que el amor no siempre va a la misma velocidad en dos personas, y lo que para uno es un momento clave en su vida, para otro es pura y ordinaria monotonía. Porque no hay nunca una sola historia, ni siquiera dos, la tuya y la mía, sino millones, dependiendo de los ojos que la ven, del momento en que ocurre, del estado de ánimo, de la hora del día, de la música que suena o de cómo incide la luz. Quizá por eso nos sintamos tan inseguros cuando descubrimos que estamos enamorados… porque no depende de nosotros.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Los gemelos idénticos

Todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son

Abraham Lincoln

Fue un enorme shock. Dos hijos de golpe es mucho más de lo que habría pensado nunca. El miedo al embarazo no significaba nada comparado al miedo a tener dos hijos. Pero todo fue con normalidad. Tuvieron una infancia feliz. Se llevaban bien, parecían uno sólo. Los vestía iguales, me hacía gracia verlos idénticos. Incluso a veces los confundía. Yo me lo tomaba con humor, pero a ellos no les hacía gracia. No comprendían como su madre no sabía identificarlos, aunque no se daban cuenta que el parecido era exacto. Los problemas surgieron con la adolescencia, ¡esa maldita época! Era su momento de reafirmación y dejaron de vestirse igual. Al principio me pareció normal, pero pronto me di cuenta que la ropa diferente era el inicio de su separación. Cuando acabaron el instituto, eligieron universidades y carreras diferentes. Yo me consolaba pensando que eso era lo habitual en el caso de hermanos no gemelos. Cada uno en una ciudad diferente, sólo sabían el uno del otro a través de lo que yo les contaba y que cada cual me contaba a su vez a mí. Lo escuchaban con desinterés y apenas me preguntaban nada más que por cortesía. En vacaciones era aún peor, porque apenas se dirigían la palabra en casa. Los miraba por separado y aún se parecían tanto, que lloraba en silencio. Cuando acabaron sus estudios, de nuevo decidieron separar sus destinos. Uno volvió a casa, el otro se fue al extranjero. En el aeropuerto fue la última vez que los vi juntos. En aquel momento, dejé de aferrarme al recuerdo de aquellos dos niños vestiditos iguales. Los vi como dos hombres diferentes, con sueños, con anhelos y con una vida distinta. En la despedida se fundieron en un abrazo y se dijeron adiós. De vuelta a casa, en una mirada furtiva, miré a los ojos de mi hijo: había alivio dentro de él.

jueves, 10 de febrero de 2011

La Libertad guiando al pueblo

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

Artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948)

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6:45 de la mañana. Ducha rápida. Traje comprado en las rebajas. Café bebido. En el coche, tertulianos radiofónicos quejándose de todo. En la carretera, el atasco diario de las 7:45. No hay sitio dónde aparcar, como siempre. 10 minutos más. Trabajo. Las mismas caras de siempre, la misma pesada rutina de siempre. Jefe con cara de cabreo, compañeros con cara de resignación. Media mañana, cigarrillo rápido en la puerta. Café de máquina. El informe no va a estar para hoy por más que me pongan malas caras. Todo me da igual. No me pagan lo suficiente para que me compense este viacrucis. Comida. Tupper calentado en el microondas. Conversaciones triviales: el tiempo del fin de semana, las semifinales de la Copa de Rey. Sopor de siesta, un nuevo café de máquina. Tarde interminable. Casi a la hora de salir, hago como que trabajo. En la carretera, el atasco diario de las 7 de la tarde. Casa. Correo habitual: luz, agua, gas, teléfono e hipoteca. Chándal cómodo. Mi mujer llega cansada y se derrumba en el sofá. ¿Qué tal el día? Como siempre. Colada, platos en el lavavajillas, escoba. Algo rápido para cenar frente a la tele. Conversaciones triviales: la noticia del día, el capítulo de la serie. Ojos que se caen lentamente. ¿Vamos a la cama? Pongo la alarma del despertador. Pies fríos. Hasta mañana. Ojos cerrados. Ruido de coches en la calle. Una música de fondo. Tarareo mentalmente mientras voy perdiendo la consciencia.

Imagen: La Libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830) – Museo del Louvre (París).

miércoles, 2 de febrero de 2011

El príncipe

Aquellos príncipes nuestros que durante muchos años permanecieron en su principado, que no acusen, por haberlo después perdido, a la fortuna, sino a su cobardía: porque, no habiendo pensado nunca en tiempos de paz que podían cambiar las cosas […], cuando después vinieron los tiempos adversos, pensaron en huir y no en defenderse; y esperaron que los pueblos, fatigados con la insolencia del vencedor, les reclamaran.

El príncipe (Nicolás Maquiavelo, 1513)

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El viejo dictador se pasó por la biblioteca antes de ir a dormir. Cogió, con algo de desgana, un pequeño libro encuadernado en piel y se lo llevó al dormitorio. Lo dejó en la mesilla de noche y abrió la cama. Miró su cara arrugada en el espejo y se sintió cansado. Había sido un día muy duro. No se atrevió a encender el televisor. Los gritos de la gente enfadada aún retumbaban en su cabeza como para conciliar pronto el sueño. Por eso tomó el libro, que había leído muchas veces, para intentar buscar soluciones que le aclararan las ideas. No sabía qué había cambiado. Había seguido fielmente sus directrices: es preferible ser temido a ser amado, ser cruel a ser clemente. Había tomado las adulaciones con desconfianza y las negociaciones con astucia. Seguía creyendo que el pueblo se deja llevar bobaliconamente por las apariencias y no había tenido escrúpulos para infringir sigilosamente determinadas reglas siempre bajo los intereses del Estado. Un libro que había sido inspirado por Lorenzo el Magnífico o Fernando de Aragón no podía equivocarse. Por eso no entendía los gritos, ni las pancartas de la multitud. Claramente, este país no era la Italia del siglo XVI. Probablemente estaba demasiado viejo, como decía la oposición.

Cuando los dictadores se dan cuenta de que no entienden nada a su alrededor es que llevan demasiado tiempo apoltronados en el poder. Y en vano, utilizan al ejército, a la policía y a los medios de comunicación a su disposición para no darse cuenta de lo que el pueblo quiere. Cuando la gente sale a la calle y desafía a un régimen, no sólo vence al dictador (ocurra lo que ocurra después), sino que vence a su propio miedo, que es la principal fortaleza de una dictadura. Maquiavelo y otros autores políticos, ensimismados en analizar la esencia de la autoridad, olvidan el poder del descontento popular. Una variable, que por ser difícil de cuantificar, especialmente en dictaduras, se llega a olvidar y que es el motor de los cambios. Nadie, ni en el mundo árabe, ni en Occidente, tomaba muy en serio el descontento del pueblo de Túnez, de Egipto, de Yemen o de Jordania. Quizá por eso seguimos tan perplejos como el viejo dictador las manifestaciones…

Foto: Manifestaciones en la Plaza Tahrir de El Cairo (2011).

lunes, 31 de enero de 2011

El remedio y la enfermedad

Lo que embellece al desierto es que, en alguna parte, esconde un pozo de agua.

Antoine de Saint-Exupery

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Una nueva isla no se conquista en pocos días. Ni se encuentra un nombre para bautizarla como por arte de magia. Hace falta que ocurran muchas cosas por el medio. Muchas. Demasiadas. Y no todas han ocurrido. Cuando Capri se hundió ante mis propios ojos, creí que me convertiría en un alma nómada, perdida y así fue. La gran ola se comió mi vida, pero no la digirió. Me vomitó una vez que se cansó de mi sabor. No sólo eso, con ella se desvanecieron casas, barcas y redes. Mientras lamía mis heridas en silencio, descubrí que existían mil mundos a mi alrededor. Tengo que reconocer que no todos me gustaron, ni todos estaban destinados a mí. A veces, mundos hiperreales, y otras, falsos decorados de una realidad que se escondía detrás de una sonrisa perfecta. Sin embargo, esto no es algo nuevo que descubrí; ya lo sospechaba desde la distancia.

Lo que aprendí, por asimilación, fue sencillo. Una sola norma: ajustarme bien la máscara y camuflarme tras de ella. Asimismo, tomé la precaución de ponerme otra máscara más, y sobre esa, otra y otra, hasta que mi rostro estuviera tan desfigurado que nadie, ni el más avispado, tuviera la menor sospecha de mi verdadera expresión. Y si bien, he encontrado a personas que me han desenmascarado en alguna ocasión, siempre he procurado mostrar la máscara apenada que escondía la que, por desgracia, me había dejado arrebatar.

Así he llegado a la conclusión de que el remedio usado me alivia y me envenena a partes iguales. Me acerca a la realidad e igualmente me aísla. Me protege de la inmundicia pero a la vez impide que las heridas se refresquen y que la piel deje de cuartearse. ¿No es hora de que la fiesta de disfraces se termine? Me pregunto algunas noches cuando me desnudo en la soledad de mi habitación. Pero cada mañana, puntualmente, me levanto y sigo poniéndome una máscara tras otra y salgo a la calle.

martes, 25 de enero de 2011

La pausa

Cuando no se encuentra descanso en uno mismo, es inútil buscarlo en otra parte.

François de La Rochefoucauld

Ya es hora de volver al mundo, me dije un frío día de enero en el que no sabía dónde meterme las manos.