No ocurre nada aparentemente, sólo los pequeños hechos de la vida diaria en la calle, el cartero dejando las facturas en el buzón, la anciana vecina paseando su caniche, los coches ocupando los huecos junto a la acera... Todo grabado en una cinta de vídeo, enfocando una casa, nuestra casa. Nos vigilan. ¿Qué pretenden? No hay ninguna amenaza, pero es enteramente amenazador. Llamemos a la policía. ¿Para qué? Se reirían de nosotros. ¿Qué hacemos? De momento, únicamente esperar. Con impotencia, la mujer mira al frente, sentada en el sofá del salón. No puede creérselo. El marido está igual. Sólo un pequeño dibujo infantil acompaña a la cinta como pista. Le resulta vagamente familiar. Pero es imposible, todo eso ocurrió hace muchos años, está ya olvidado, enterrado. Busca con detalle alguna pequeña referencia a la sospecha que tiene en la cabeza, pero en la cinta no hay nada reseñable, sólo la fachada de la casa. Ella se levanta, sigue atónita, y empieza a deambular nerviosa. ¿Qué buscan de nosotros? Nunca le hemos hecho mal a nadie, le dice a su marido. ¿Nunca? piensa él, intentando no mostrar su cara de preocupación. Algunos cabos comienzan a enlazarse.
Caché (Escondido) (Michael Haneke, 2005) pasa de ser algo más que una película de intriga. Se pregunta constantemente sobre cuestiones que normalmente ni aparecen unidas al suspense. Cuando una amenaza, en otras películas, se cierne sobre los protagonistas, casi ni importan las razones porque son delirios de perturbados, obsesionados o psicópatas. Pero en esta, la amenaza no cae de sopetón sino que se dosifica en cintas o dibujos, desquebrajando la frágil armonía de una familia de clase media-alta. Es curioso como parecemos inexpugnables como castillos y luego la más mínima alteración convierte nuestra fortaleza en un castillo de naipes. Eso ocurre en Caché, donde Georges (Daniel Auteuil) y Anne (Juliette Binoche) viven plácidamente en su burbuja burguesa con las mínimas preocupaciones derivadas de la superficialidad y de pronto algo retorna del pasado. Una especie de venganza sutil, un aviso de que saben quiénes son, dónde viven y cómo se mueven. Las incipientes sospechas de Georges se van convirtiendo en certezas con el paso de los días. Surge la culpa. Alguien con el que se portó mal en la infancia vuelve para hablar con él.
Tendemos a encerrar nuestros errores del pasado en una habitación de la que perdemos la llave. Es un mecanismo lógico de autodefensa. Sin embargo cuando algo se mueve dentro, sufrimos una culpa tremenda, queriendo arreglar lo ya irreparable. Tememos que nuestra formada reputación se volatilice por una locura de juventud o similar, pudiendo llegar a cometer errores nuevos para tapar el anterior, con la desmejora de que esta vez sí somos plenamente conscientes de que hacemos algo mal a sabiendas. Defendemos con uñas y dientes nuestra indulgente tranquilidad burguesa, dando la espalda a tantas cosas que ocurren en el exterior. ¿Hasta cuándo te acompañan los errores? Los errores se van desdibujando con el paso del tiempo. La culpa siempre permanece más de lo que uno quisiera.