miércoles, 23 de marzo de 2011

Elizabeth Taylor

Cuando la gente dice “ella tiene todo”, tengo una respuesta: todavía no tengo mañana.

Elizabeth Taylor

Los ojos violetas se han cerrado hoy para siempre, ojos que llenaban una pantalla, cristalinos y penetrantes. Cleopatra echó la última mirada burlona y tomó el áspid, antes de recrearse en los recuerdos de toda una vida marcada a partes iguales por el lujo y la lucha. Fue gata en el tejado de zinc, mujercita malcriada, violenta alcohólica que no temía a Virginia Woolf, mujer marcada. Fue Liz, aunque no le gustaba. Tuvo un lugar en el sol, en Alejandría, en el papel couché y en todas las joyerías exclusivas de Beverly Hills a Nueva York. De niña, jugó a ser actriz como un prodigio, y cuando lo consiguió jugó a ser mujer enamorada. Su James Dean, su Monty Clift, su Rock Hudson, y cuando se cansó de eso, llegó su Marco Antonio, Richard Burton. Pero no descansó ahí, la pasión hay que regarla con diamantes y alcohol para ser digna de tal ilustre matrimonio. Peregrina Liz, protagonista de sueños, de luchas, de apoyo y buenas causas. Lengua mordaz, facciones de diosa, mujer indomable, robó el esplendor del Hollywood dorado para atesorarlo por siempre. Leyenda. Mito de un mundo que no existe ya, ni existió nunca.

Y de repente, el último verano. Descanse en paz. El cielo se llena de estrellas mientras la Tierra sigue fea y gris sin mujeres como Elizabeth Taylor.

domingo, 20 de marzo de 2011

Sueños olvidados

Tras el vivir y el soñar,
está lo que más importa:
despertar.

Nuevas canciones (Antonio Machado, 1924)

Día duro de trabajo, nerviosismo, tensiones, malas caras. Una cena rápida y a la cama, mañana será otro día. Me arrebujo entre las sábanas de cualquier manera. Cierro los ojos. Unos breves minutos para pensamientos triviales y duermo, por fin.

Estoy en una ciudad. Parece devastada. El cielo tiene un color gris plomizo. Algo o alguien me persigue. Necesito huir. Corro. No reconozco ninguna calle, pero aún así corro. Mientras lo hago, sombras con forma humana me observan. No tienen ojos, aunque en su lugar tienen luces. Son seres tristes, sin rostro. Sin pararme, por la ciudad desconocida, entro en un edificio en ruinas. Desesperado, mi perseguidor me pisa los talones. Abro una puerta y otra, buscando escapatoria. Habitaciones sin ningún escondrijo, grandes y vacías. Me topo con una puerta pesada, de caoba, con figuras grabadas. Está cerrada. Forcejeo con el pomo. Miro a mis espaldas. Está tras de mí. Mis movimientos son guiados por el nerviosismo. Ábrete, ábrete.

Estoy en un prado. Verde, perfecto, con la hierba larga y húmeda mojando mis zapatos. Nadie a mi alrededor. A lo lejos se ve un lago y unas casas. Todo deslumbra pero parece artificial. De la nada, surge una mujer. Pelo largo, vestido de flores, serena. Me toma la mano. Le hablo pero no me responde. Sin embargo me da provoca seguridad. Va señalando algunas flores, algunos árboles, alguna nube perdida que rompe el celeste del cielo. Llegamos a una casa. Tiene la puerta abierta. Un gran cuadro preside el salón. Es una escena de guerra, personas agonizando, bombas que estallan contra la tierra, sangre y suciedad. La mujer señala el cuadro y ríe. Sus facciones se vuelven diabólicas. De su boca sale una voz masculina que me dice: éste es tu mundo.

La alarma del despertador me saca del sueño de golpe. Enciendo la luz, me pongo el reloj. Me dirijo al cuarto de baño. En el espejo, mientras veo mis ojos hinchados, pienso en qué soñé anoche. No retengo nunca mis sueños, pero creo que esta vez fue algo interesante.

Imagen: El sueño de Henri Rousseau (1910, Museo de Arte Moderno, Nueva York).

sábado, 12 de marzo de 2011

La cuidadora de la piscina de bolas

No me gusta el trabajo, a nadie le gusta; pero me gusta que, en el trabajo, tenga la ocasión de descubrirme a mí mismo.

Joseph Conrad

Nunca vi una mirada tan triste en una persona, y lo que más me llamaba la atención es que fuera en un sitio donde se supone que sólo hay ojos alegres. Era en un lugar de comida rápida. Solía ir al menos una vez por semana durante el almuerzo del trabajo. No soportaba a mis compañeros y ése era el mejor refugio. Cogía mi bandeja y me subía al piso de arriba, que era la zona más tranquila. Mientras comía, leía el periódico o trasteaba con el móvil, sin ningún afán. Pero un día me fijé en la chica que se encargaba de la piscina de bolas. Sentada en su mesita, rodeada de zapatos infantiles, que echaba un ojo a los niños que se sumergían en esa marea multicolor mientras sus madres despreocupadas charlaban y charlaban. Yo la miraba disimuladamente, ella mantenía mirada fija y rostro pensativo. De vez en cuando giraba su cara a la piscina para comprobar que todo fuera bien y volvía a su posición original. Cuando alguna madre venía a recoger a su retoño, la atendía con amabilidad, ayudaba a poner los zapatos al niño, sacaba un caramelo del bolsillo y se lo daba. Nunca estuve demasiado tiempo en el local, nunca demasiado para comprobar si tenía más funciones. Nunca tanto como para saber si esa mirada lejana, esa cara triste era parte de su trabajo como el uniforme o la mesa. Nunca intercambiamos una palabra, ni siquiera un gesto de apoyo, un sutil ÁNIMO. Un día regresé y ya no estaba. Me supongo que ella sería parte de los recortes que las empresas siempre esgrimen para soportar una crisis. El mundo no es una piscina de bolas, sino más bien un desangelado almacén. Quizá sea más feliz allá donde esté. Eso espero.

jueves, 3 de marzo de 2011

Pequeño divertimento para las esperas

¿Sufre más el que espera siempre
que aquél que nunca esperó a nadie?

El libro de las preguntas (Pablo Neruda, 1974)

Siempre me hiciste esperar mucho. Por más que te decía que eras una tardona, que no tenía paciencia para las esperas, que odiaba aburrirme, nunca me hacías caso. Era superior a ti y pronto me tuve que resignar a las circunstancias. Normalmente quedábamos en una boca de metro. Las primeras veces me concentraba fielmente en la esfera de mi reloj. Luego, miraba al cielo, a la calle, a mis zapatos, a los coches que pasaban cerca, pero también me aburría. Así, poco a poco, fui creando un juego. Veía salir a las personas de la boca de metro y empezaba a contarlas para saber cuántas necesitaba ver antes de verte a ti. Como siempre eran muchas las que te precedían, probé a depurarlo un poco más. Por eso, conté a las mujeres, primero, pero seguían siendo demasiadas. Luego a las mujeres que tuvieran más o menos tu edad. Pero era difícil detectarlas, porque nunca fui muy bueno con las edades. Así, intenté contar a las chicas que tenían el pelo como tú: largo y liso. Me sorprendía, cada vez, cuántas tenían tu misma melena. No probé con los ojos, porque no me atrevía a mirar directamente a las que salían del metro. Añadía más detalles: un bolso parecido al que solías usar, un abrigo marrón, esos vaqueros que me volvían locos… de tal manera, llevaba en la cabeza varias listas. Cinco chicas de pelo largo, dos con vaqueros, una con bolso, tres de tu misma altura, otra más. Y conseguía con este pequeño juego dejar que los minutos corrieran sin darme cuenta. Siempre que aparecías apresurada con tu mejor sonrisa de disculpa, me pillabas ensimismado y me preguntabas: ¿en qué piensas, amor? Y siempre te contestaba engañándote un poco: Pensaba en ti. Aunque no te mentía del todo.