jueves, 24 de febrero de 2011

Carta de una desconocida

Cuando leas esta carta, puede que haya muerto; tengo tanto que contarte y tan poco tiempo...

Carta de una desconocida (Max Ophüls, 1948)

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Aún recuerdo el día en que apareciste en mi vida. Era un día cualquiera, ni siquiera ocurrió nada extraordinario más. Hay dos fechas claves en la vida de una persona, el día en que naces y el día en que se despierta a la vida. Y aquél fue éste segundo. Comenzó con la llegada de un carro de mudanzas. Los operarios fueron sacando, uno tras otro, objetos maravillosos. Un arpa, unos candelabros de plata, cajas de libros, cartapacios llenos de libretos y partituras, copas de cristal envueltas en papel de periódico… Yo me paseaba admirada como si hubiera entrado en la cueva de los ladrones de Alí Babá. A pesar de que oía de fondo a mi madre llamarme, no había nada, ni nadie que pudiera hacerme reaccionar. En esos momentos, sentí un agudo dolor dentro del pecho. Como el pollito que sale del cascarón, mi corazón nacía en aquel preciso instante. Me enamoré de los libros, de la lámpara de tu despacho, del piano, del pesado cajón donde se podía leer: FRÁGIL, de todo lo que veía salir de aquel camión. Y entre el ir y venir de hombres y cajas, por fin te vi dirigiendo al resto. Como un director de orquesta, movías tus brazos y dabas instrucciones. Allí me vi, sucumbiendo a la dulce melodía. Mi destino quedó sellado a ella.

Carta de una desconocida (1922) es un precioso relato de Stefan Zweig, que hace tiempo que leí. Supongo que con una buena idea como la de este libro, hacer una película buena es más fácil. Y también puedo suponer que Max Ophüls era el director indicado para traspasar al cine un relato ambientado en la Viena de principios de siglo, aunque la película se hiciera en el Hollywood de 1948. Pero tener un texto excelente no es la panacea que puede salvar una película, especialmente cuando se tiene una historia que es un flashback continuo. Son necesarios actores solventes, una preciosa ambientación y todo el talento necesario para no convertir una historia de amor-obsesión en una cursilada mayúscula. Creo que Carta de una desconocida (1948) lo consigue con creces. Ver los ojos ansiosos de Lisa (Joan Fontaine) cuando Stefan (Louis Jourdan) la descubre espiándole bajo su casa, llorosos en su despedida del tren y decepcionados cuando se da cuenta de que nunca va a recordarla, son toda una muestra de interpretación. Con una película así, uno recuerda que el amor no siempre va a la misma velocidad en dos personas, y lo que para uno es un momento clave en su vida, para otro es pura y ordinaria monotonía. Porque no hay nunca una sola historia, ni siquiera dos, la tuya y la mía, sino millones, dependiendo de los ojos que la ven, del momento en que ocurre, del estado de ánimo, de la hora del día, de la música que suena o de cómo incide la luz. Quizá por eso nos sintamos tan inseguros cuando descubrimos que estamos enamorados… porque no depende de nosotros.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Los gemelos idénticos

Todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son

Abraham Lincoln

Fue un enorme shock. Dos hijos de golpe es mucho más de lo que habría pensado nunca. El miedo al embarazo no significaba nada comparado al miedo a tener dos hijos. Pero todo fue con normalidad. Tuvieron una infancia feliz. Se llevaban bien, parecían uno sólo. Los vestía iguales, me hacía gracia verlos idénticos. Incluso a veces los confundía. Yo me lo tomaba con humor, pero a ellos no les hacía gracia. No comprendían como su madre no sabía identificarlos, aunque no se daban cuenta que el parecido era exacto. Los problemas surgieron con la adolescencia, ¡esa maldita época! Era su momento de reafirmación y dejaron de vestirse igual. Al principio me pareció normal, pero pronto me di cuenta que la ropa diferente era el inicio de su separación. Cuando acabaron el instituto, eligieron universidades y carreras diferentes. Yo me consolaba pensando que eso era lo habitual en el caso de hermanos no gemelos. Cada uno en una ciudad diferente, sólo sabían el uno del otro a través de lo que yo les contaba y que cada cual me contaba a su vez a mí. Lo escuchaban con desinterés y apenas me preguntaban nada más que por cortesía. En vacaciones era aún peor, porque apenas se dirigían la palabra en casa. Los miraba por separado y aún se parecían tanto, que lloraba en silencio. Cuando acabaron sus estudios, de nuevo decidieron separar sus destinos. Uno volvió a casa, el otro se fue al extranjero. En el aeropuerto fue la última vez que los vi juntos. En aquel momento, dejé de aferrarme al recuerdo de aquellos dos niños vestiditos iguales. Los vi como dos hombres diferentes, con sueños, con anhelos y con una vida distinta. En la despedida se fundieron en un abrazo y se dijeron adiós. De vuelta a casa, en una mirada furtiva, miré a los ojos de mi hijo: había alivio dentro de él.

jueves, 10 de febrero de 2011

La Libertad guiando al pueblo

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

Artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948)

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6:45 de la mañana. Ducha rápida. Traje comprado en las rebajas. Café bebido. En el coche, tertulianos radiofónicos quejándose de todo. En la carretera, el atasco diario de las 7:45. No hay sitio dónde aparcar, como siempre. 10 minutos más. Trabajo. Las mismas caras de siempre, la misma pesada rutina de siempre. Jefe con cara de cabreo, compañeros con cara de resignación. Media mañana, cigarrillo rápido en la puerta. Café de máquina. El informe no va a estar para hoy por más que me pongan malas caras. Todo me da igual. No me pagan lo suficiente para que me compense este viacrucis. Comida. Tupper calentado en el microondas. Conversaciones triviales: el tiempo del fin de semana, las semifinales de la Copa de Rey. Sopor de siesta, un nuevo café de máquina. Tarde interminable. Casi a la hora de salir, hago como que trabajo. En la carretera, el atasco diario de las 7 de la tarde. Casa. Correo habitual: luz, agua, gas, teléfono e hipoteca. Chándal cómodo. Mi mujer llega cansada y se derrumba en el sofá. ¿Qué tal el día? Como siempre. Colada, platos en el lavavajillas, escoba. Algo rápido para cenar frente a la tele. Conversaciones triviales: la noticia del día, el capítulo de la serie. Ojos que se caen lentamente. ¿Vamos a la cama? Pongo la alarma del despertador. Pies fríos. Hasta mañana. Ojos cerrados. Ruido de coches en la calle. Una música de fondo. Tarareo mentalmente mientras voy perdiendo la consciencia.

Imagen: La Libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1830) – Museo del Louvre (París).

miércoles, 2 de febrero de 2011

El príncipe

Aquellos príncipes nuestros que durante muchos años permanecieron en su principado, que no acusen, por haberlo después perdido, a la fortuna, sino a su cobardía: porque, no habiendo pensado nunca en tiempos de paz que podían cambiar las cosas […], cuando después vinieron los tiempos adversos, pensaron en huir y no en defenderse; y esperaron que los pueblos, fatigados con la insolencia del vencedor, les reclamaran.

El príncipe (Nicolás Maquiavelo, 1513)

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El viejo dictador se pasó por la biblioteca antes de ir a dormir. Cogió, con algo de desgana, un pequeño libro encuadernado en piel y se lo llevó al dormitorio. Lo dejó en la mesilla de noche y abrió la cama. Miró su cara arrugada en el espejo y se sintió cansado. Había sido un día muy duro. No se atrevió a encender el televisor. Los gritos de la gente enfadada aún retumbaban en su cabeza como para conciliar pronto el sueño. Por eso tomó el libro, que había leído muchas veces, para intentar buscar soluciones que le aclararan las ideas. No sabía qué había cambiado. Había seguido fielmente sus directrices: es preferible ser temido a ser amado, ser cruel a ser clemente. Había tomado las adulaciones con desconfianza y las negociaciones con astucia. Seguía creyendo que el pueblo se deja llevar bobaliconamente por las apariencias y no había tenido escrúpulos para infringir sigilosamente determinadas reglas siempre bajo los intereses del Estado. Un libro que había sido inspirado por Lorenzo el Magnífico o Fernando de Aragón no podía equivocarse. Por eso no entendía los gritos, ni las pancartas de la multitud. Claramente, este país no era la Italia del siglo XVI. Probablemente estaba demasiado viejo, como decía la oposición.

Cuando los dictadores se dan cuenta de que no entienden nada a su alrededor es que llevan demasiado tiempo apoltronados en el poder. Y en vano, utilizan al ejército, a la policía y a los medios de comunicación a su disposición para no darse cuenta de lo que el pueblo quiere. Cuando la gente sale a la calle y desafía a un régimen, no sólo vence al dictador (ocurra lo que ocurra después), sino que vence a su propio miedo, que es la principal fortaleza de una dictadura. Maquiavelo y otros autores políticos, ensimismados en analizar la esencia de la autoridad, olvidan el poder del descontento popular. Una variable, que por ser difícil de cuantificar, especialmente en dictaduras, se llega a olvidar y que es el motor de los cambios. Nadie, ni en el mundo árabe, ni en Occidente, tomaba muy en serio el descontento del pueblo de Túnez, de Egipto, de Yemen o de Jordania. Quizá por eso seguimos tan perplejos como el viejo dictador las manifestaciones…

Foto: Manifestaciones en la Plaza Tahrir de El Cairo (2011).