Me gustaría decir (y creer) que podemos disfrutar de todas las posibilidades con el único límite del cielo sobre nuestras cabezas; que el mundo se abre jugoso como una naranja dispuesta a ofrecernos toda su pulpa. Pero no es así. Vivimos en un espacio reducido que llamamos hogar. Nos movemos y actuamos con un cuerpo que no hemos podido elegir y que nos acompañará hasta el fin. Y dentro de él, por más que nos resistamos, tenemos un cerebro lleno de límites y limitaciones, prejuicios, ideas preconcebidas, ignorancias, razones y puntos de vistas más o menos compartidos. Trabas, en resumen, que conforman nuestra pequeña cárcel de oro de la que ni queremos, ni podemos escapar. Algo así como el dilema del canario que nació en una jaula y por más que vea la puerta enrejada abierta prefiere la seguridad de sus barrotes al mundo desconocido del exterior. Todo ello sin hablar de límites más generales, marcados por nuestro nacimiento, género, cultura, experiencia y demás. Una maraña de intrincadas paredes que levantan un laberinto donde todos luchamos apenas para orientarnos.
Me gustaría poder decir que hay que olvidar todos los límites, que nada, ni nadie se atreva a cortar nuestras alas, que olvidemos puertas cerradas, rejas de acero. Me gustaría decirlo de corazón, pero haría flaco favor a cualquiera que me escuchara e incluso me engañaría a mí mismo. Vivimos sabiendo que existen, aunque algunos no sean tan fuertes como pensamos. Vivimos con temor a ellos, sin embargo muchos tienen pasadizos para atravesarlos. Vivimos entre límites, sí, pero vivamos olvidándolos.
Y para que todo no sea tan árido, os aconsejo poner como banda sonora esta canción de un chico al que no le crea ningún problema ético saltarse los límites, aunque sea a navajazo limpio.
Julien Doré - Les limites