domingo, 30 de noviembre de 2008

La lluvia

Unas veces cae mansamente y uno piensa en los cementerios abandonados. Otras veces cae con furia, y uno piensa en los maremotos que se han tragado tantas espléndidas islas de extraños nombres.



Llueve, todo el fin de semana ha llovido. Las gotas incansables tamborilean los cristales de mi casa como un murmullo lejano que me llama a mirar a través de las ventanas. El cielo pintado de gris, rugiente, con nubes negras que indican que no parará de llover de momento. En esta situación, nunca puedo resistirme a sacar una mano por la ventana y dejar que se empape de agua de lluvia. Un manía tonta, pero siempre lo hago. Dejarse seducir por la lluvia es un tópico muy visto, lo sé, pero siempre me ha atraído irremediablemente. Los colores cambian con ella, la luz se vuelve taciturna, la tierra se moja y cuando deja de llover la vida le resurge a borbotones. Agua, que igual que es destructora, me inspira, me hace pensar, aunque nunca queda fruto de esa inspiración porque el hechizo de la lluvia desaparece instantáneamente cuando deja de llover. Podría hacer una relación infinita de evocaciones de la lluvia: los prados verdes, las montañas azotadas, la playa mojada, pero no sería nada original. Hoy lleva todo el día, son las fechas. He resistido al magnetismo triste de la lluvia y me siento contento.

No sólo quiero decir que llueve, que entra dentro de lo normal, sino que desde que se hundió Capri en las aguas de Mediterráneo y acabó para mí, los cielos suelen ser grises al otro lado de mi ventana, aunque a veces surgen rayos fugaces de sol que calientan mi cuarto. He recibido un premio Corazón salvaje de mi querida Lula Fortune, acompañados de unas palabras preciosas dedicadas a mí. No puedo olvidar dejar constancia de este amable gesto y darle las gracias por su afecto y fidelidad a esta isla inhóspita. Por eso, luzco ese corazón orgulloso, junto al mío y le dedico esta canción lluviosa que siempre me hace sonreír en tardes como hoy.


jueves, 27 de noviembre de 2008

Gloria a Gloria

Sobre la soledad hoy yo me desdigo

No hay soledad perfecta,
eso es un fraude;
ser y no estar (es duro)
ser y no estar con la persona amada.

Porque hay que estar, y ser junto a su cuerpo;
(poetas tristes dejaros de bobadas)
no decir: que la tarde y su presencia
en la ausencia
pasa a ser perfume de alborada...

Tan sólo la verdad es poesía.
La soledad, una cabronada.


Acababa de aprender a leer. Era, en esa época donde los cumpleaños se celebraban con tarta y caramelos y un montón de niños. No era el mío, sino el de una compañera de clase. Cada cual le dio su regalo y ella los abrió como una princesa caprichosa en una montaña de papel de envolver. Entre gritos y carreras de los demás, yo cogí un libro dejado entre el resto de regalos. En su portada, en grandes letras amarillas, ponía GLORIA FUERTES y ese nombre se me quedó grabado. Me pareció gracioso. Leí las primeras páginas. Nunca había leído nada igual, teatro en verso, pero es que nunca había leído nada, nada de nada. La fiesta acabó como todas las fiestas, con gracias dichas desde la puerta y cartuchos de golosinas para cada invitado. A la semana siguiente, volví a esa misma casa. No es que tuviera especial interés en jugar con esa niña, sino que quería terminar el libro. Mientras ella peinaba su muñeca, yo leía. Cuando terminé, me sentí como un conquistador español poniendo una bandera en una isla ignorada. Tuve consciencia, en ese mismo instante, de que era el primer libro que leía y que no sería el último. Como así ha sido.

Hoy, 27 de noviembre hace diez años que Gloria Fuertes murió. Su ausencia aún se nota, porque no existen escritores como ella. Gloria nacida para poeta o para muerto, escogió lo difícil y luego se murió. Gloria, poeta de los niños, y por eso ninguneada por los escritores de las altas cumbres, a pesar de que sabía ponerse seria y adulta, aunque seria no me la imagino nunca. Gloria, que nació para nada o para soldado, escogió lo difícil, ser apenas nada en el tablado. Pero lo que Gloria no se dio cuenta al escoger es que la nada es el todo de muchos, de demasiados. Pobres niños sin ti, maestra, pobres niños adultos sin tus letras, sin tu voz cascada en mil batallas, sin tus versos escritos en madrugada. Ya sin humo, sin historias, sin papeles arrugados, no hay soledad perfecta, tú misma lo dijiste, entre tantas cosas sabias. No hay soledad sin olvido tampoco, por eso, yo no te olvido, Gloria. Hoy, te cuento algo que seguro que te gustaría: aún me dura esa misma curiosidad que me llenaba el cuerpo cuando leí ese primer libro, me pasa impepinablemente cuando abro cualquier libro para leer. Soy afortunado por no perderla. Gracias Gloria.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Los juncos salvajes

No sabes como me pesa la juventud.


Érase una vez cuatro chavales desorientados en un pueblo de Francia. Érase una Francia embarcada en una guerra injusta, como son todas las guerras, donde había franceses patriotas y no patriotas. Érase una comunista asustadiza, una militante que no podía ser consecuente con sus principios fielmente asimilados. Érase un chico enamorado sin quererlo de otro chico. Sólo es cobarde el que no se acepta, aunque sea frente a un espejo de madrugada. Érase un soldado desertor que murió y se convirtió en un héroe nacional. Érase un hermano que quería emular a este soldado, pero finalmente él sí que desertó de su loca intención. Érase unos exámenes de graduación, que los convertirían en adultos, para siempre, por el mero hecho de aprobarlos. Érase una edad sin piedad, unos años que pesaban como el fluir de un río en agosto. Érase unos juncos a la vera de ese río, juncos salvajes, que afrontaban vientos arqueando sus tallos. Pequeños pero dignos, flexibles y resistentes. Los juncos salvajes pueden no importar a nadie pero siempre sobreviven.

Los juncos salvajes (André Téchiné, 1994) es una película sobre la adolescencia y lo puñetera que esta edad es para los incautos muchachos. Porque sólo hay una manera posible para hacerse adulto: recibir palos; palos de la vida, de tus amigos, de tu país e incluso de ti mismo. Aprendemos a madurar a base de probar, comprobar, fallar y volver a intentarlo. Así se descubre el amor, los principios, el sexo, la fuerza y en general todo lo que merece la pena en la vida. Esta película trata un campo amplio de inquietudes juveniles centradas en un internado francés durante la sangrienta guerra de la independencia de Argelia. Más allá del tema, que a cada cual le puede recordar su propia biografía, Los juncos salvajes recrean muy fielmente una edad, que más allá de modas, es tristemente complicada. Además, la película se adorna con canciones pop francesas de los 60 y una ambientación muy sugerente.
No me resisto a poner aquí, para que podáis todos leerla, la fábula de La Fontaine, que en la película comentan en clase de literatura y de la que deriva el título.

El roble y el junco


El roble le dijo un día al junco:
Es normal que acuse a la Naturaleza
para usted un reyezuelo
es una carga pesada.
La menor brisa que arruga
la cara del agua
hace que la cabeza se le arquee.
Sin embargo mi tronco,
como el Cáucaso mismo,
no contento con detener los rayos del sol
es capaz de afrontar una tempestad.
Lo que para usted es un huracán,
para mí es una brisa.
Si creciera a la sombra del follaje
donde yo cubro a mis vecinos,
no tendría que sufrir,
le defendería de la tormenta,
pero nace en los húmedos bordes
del reino de los vientos.
La Naturaleza es injusta con usted.

Su compasión, respondió el junco,
nace de un buen sentimiento,
pero no se preocupe,
a mí los vientos no me abruman,
me inclino y no me rompo.
De momento, usted ha resistido
golpes tremendos
sin tener que doblar la espalda,
pero al final ya veremos.
Cuando dijo estas palabras,
del horizonte sopló con furia
el más terrible viento
que el Norte hubiera llevado
jamás hasta allí.
El roble se mantuvo erguido,
el junco se inclinó,
el viento redobló sus esfuerzos
y arrancó de raíz
aquél que del cielo
estaba mucho más cerca
y cuyos pies se hundían en la tierra.

Fábulas (Jean de La Fontaine, 1668)


sábado, 22 de noviembre de 2008

Los pros y los contras

El hombre se descubre cuando se mide con un obstáculo.


Una taza de café recién hecho, un lápiz afilado y un folio en blanco... Todo listo. Empezaré por lo malo:

LISTA DE CONTRAS
  • En ocasiones, no me entiendo bien con ella. Hay determinados temas que es mejor no tocar si no queremos comenzar a pelearnos.
  • Tiene un gusto musical infame. Ir con ella en el coche es un suplicio para los oídos. Tampoco coincidimos ni en libros ni en el cine.
  • A veces, la he pillado husmeando en mi móvil. Eso sólo es desconfianza, nunca podré estar con alguien que desconfía de mí tan abiertamente.
  • No se lleva bien con mis amigos. Hace un esfuerzo, eso sí, pero procura que no coincidamos con ellos cada vez que puede.
  • Siempre tiene una palabra, acompañada de un gesto de desaprobación, para la ropa que me pongo.
  • Se preocupa tanto por mí, que algunas veces es como si mi madre hablara por su boca...

Estoy demasiado negativo, dejo los contras y me centro en lo pros:

LISTA DE PROS

  • Me gusta.

Leí estas dos palabras escritas en el papel. Trazos sencillos que contenían mucho. De pronto, me dio un enorme sentimiento de culpabilidad, porque los contras estaban escritos desde mi más oscuro egoísmo. Ahí delante, este descompensado balance me observaba con cara de reproche. De repente, afloraron en mi cabeza, miles de argumentos que neutralizaban los contras. Yo, que siempre me había preciado de ser racional, mi racionalismo me había jugado una mala pasada, porque hay cosas que no se pueden analizar como si fueran datos contables. Me gusta, la quiero, eso es todo, es el principio y el fin de esta historia y el resto es accesorio. Los sentimientos no se explican, no se interpretan, se tienen o no se tienen... Puse la palma de la mano sobre el folio y lo arrugué haciendo una bola con mis pros y mis contras. Llevé la taza al fregadero, me guardé el lápiz y tire esa bola con el resto de desperdicios dentro del cubo de basura.

martes, 18 de noviembre de 2008

El perro de Pávlov

Me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba...


Después de unos días de experimentos, el perro de Pávlov se sentía aburrido:
Estar encerrado en una habitación, después de la primera emoción, es verdaderamente aburrido. Además hay un cristal en ella por el que creo que me vigilan. No sé muy bien a dónde quieren llegar y qué conclusiones pueden sacar de un perro encerrado en un sitio. A mí me da lo mismo, me alimentan, que es lo acordado. Sin embargo se han empeñado en tocar una campana momentos antes de que me traigan la comida. Debe ser una costumbre de los científicos. Me es totalmente indiferente, porque en este cuarto lo único productivo que puedo hacer es dormir y la campana me despierta listo para el almuerzo. No me quejo en absoluto, pero podrían haber elegido un sonido más agradable. No sé, Las cuatro estaciones de Vivaldi o algo de Mozart, por ejemplo. Si la campana me pilla dormido, me levanto de muy mal humor para comer y en este estado no se disfruta ni el mejor manjar. Si soy sincero, estoy empezando a odiar la campanita esa, porque es lo único que oigo a lo largo del día y es un sonido estridente y desagradable. En buena hora me embarqué en esta aventura. Le tenía que haber hecho caso a mi madre, que para estas cosas es muy sabia. Pero como me dejo influenciar por cualquiera que me causa buena impresión, así me luce el pelo. No soy yo de quejarme pero debería pedir el libro de reclamaciones por el asunto de la campanita. Aunque antes voy a echar una cabezada porque pronto vendrá el servicio de habitaciones con el menú del día.

Iván Pávlov fue un científico ruso que a finales del siglo XIX y principios del XX expuso la ley del reflejo condicionado, a la que llegó a la conclusión a través de una serie de experimentos con perros. La idea era sencilla, primero se observó que los perros salivaban abundantemente cuando se les mostraba comida o incluso únicamente el olor de ésta. Ocurría lo mismo cuando se les acercaba la persona que normalmente les daba de comer. Pávlov creía que esto se producía porque el animal lo relacionaba con la comida. Pero ¿y si usaban un estímulo neutral como el sonido de una campana? Día tras día tocaban la campana antes de dar al animal su comida. Y si bien nada ocurría con la campana, finalmente, el perro ya salivaba con el sólo hecho de oír ese sonido. Es decir, le había condicionado sus reflejos. Lo que Pávlov demostró, luego se aplicó a la psicología humana llamándose condicionamiento clásico o pavloviano.

El sabor de una magdalena, ese gesto de tocarse el pelo que sólo ella hace, la conversación que mantienen los protagonistas de esa película que tantas veces he visto, frases de un libro que leí cuando pequeño o los acordes de esa melodía que no puedo sacarme de la cabeza. Pequeñas imágenes, incluso flashes, que se quedaron prendidos de mi cerebro junto con una sensación. Estímulos que producen en mí reacciones en forma de sentimiento. Es un mecanismo simple, veo una escena de mi película favorita y enseguida me transporto al momento en que la vi por primera vez e invariablemente siento lo mismo cada vez que por casualidad la vuelvo a ver. Y así se produce una y otra vez, como la campana del perro de Pávlov, como la magdalena de Proust. Es curioso lo previsible que soy. Aunque me crea un autómata sofisticado, mis humildes engranajes de latón giran uniendo un diente a otro, una y otra vez, sin mayor misterio.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Las esperas

Espera, que sólo el que espera vive. Pero teme el día en que se te conviertan en recuerdo las esperanzas.


Un, dos, tres pasos, miro el reloj, deshago lo andado, uno, dos y tres. Vuelvo a estar en el mismo lugar. La esfera del reloj brilla con la luz de la ciudad, el segundero va exasperantemente lento y el aire se me escapa de la boca en forma de suspiro. Me dedico a observar a la gente que viene y va. Por mero entretenimiento, pongo la oreja en una conversación ajena. Nada trascendental. Espero. Siempre me hace esperar. Espero y espero tantas cosas, pero hoy de momento, la espero a ella, que se retrasa. Me fastidia, pero sé que se me pasará cuando entre la muchedumbre reconozca su cara. Será como apagar un interruptor. Miro mi silueta reflejada en el cristal de una tienda. Coloco bien los cuellos de mi camisa y sigo esperando. Saco el móvil del bolsillo y lo miro con desgana. No ha llamado, ni me ha escrito para decir que no venía. Lo guardo. Miro el reloj, sólo un par de minutos desde la última vez. Sigo con la rutina, un, dos y tres pasos. Me paro, suspiro. Otros tres pasos. Levanto la vista y la veo venir, apresurada. Con el bolso resbalándose de su hombro, a paso rápido. Cruzamos las miradas, me sonríe y le devuelvo la sonrisa. Siento que toda la espera ha valido la pena.

Esperamos y esperamos. Esperamos a gente, a que ocurre un hecho concreto o simplemente a que pase algo que no saque de la rutina. Nos pasamos la vida de espera en espera. A veces aguardamos con temor a que se cumplan nuestros peores deseos y otras que vengan tiempos mejores. Miramos el futuro con esperanza o con incertidumbre, da igual, pero nos pasamos la mayor parte del tiempo esperando. Hombres y mujeres a la expectativa, por no saber que va a ocurrir. Siempre ha sido así y así seguirá para siempre hasta que no haya tiempo. Esclavos de un futuro que nadie puede conocer. Nos comemos las uñas en una inmensa sala de espera. ¿Dónde estará el tren? ¿Qué pasa que no viene? ¿Por qué no llama? Preguntas esperadas. Sea con la quietud de las estatuas o con nerviosismo, vivimos en un mundo esperante, expectante, espectador...

sábado, 8 de noviembre de 2008

Un hombre entre dos trópicos

Las estrellas brillan tan claras, serenas, remotas. No se burlan de mí precisamente, sino que me recuerdan a la fatalidad de todo. ¿Quién eres tú, muchacho, para hablar de la Tierra, de hacer volar las cosas en pedazos? Muchacho, nosotras hemos estado suspendidas aquí millones y billones de años.


Henry se pateó todo Nueva York en busca de un amigo, no porque se sintiera sólo sino porque necesitaba pasta. Daba igual quien fuese con tal de que aflojara el dinero sin que diera la tabarra mucho tiempo. Dejaría esta ciudad de mierda, se dijo, en cuanto reuniera el dinero suficiente como para sacarse un pasaje, sea en avión, en barco o en submarino. Cualquier cosa para salir de la pestilencia de Nueva York. Ni todas las fiestas, ni todas las mujeres del mundo con las piernas abiertas podrían convencerlo de lo contrario. Las luces iban encendiéndose poco a poco, dando a las cosas que alumbraban un halo mortecino. Se miró la cara en la luna de un escaparate y vio a la muerte posada sobre él como una polilla. Debo marcharse, o esta vida que apenas retengo por los pelos, me abandonará como si fuera un perro pulgoso. ¿Cuál es mi destino? Cualquiera, quizá me iré al trópico o a una isla del Mediterráneo. Quizá me interne en África y allí me pierda. Cualquier sitio es bueno con tal de huir. El mismo infierno no creo que sea peor.

Henry Miller era un hombre muy singular, inteligente, caótico, destructivo y autodestructivo, cínico, obsesivo e irracional. Muchos de estos calificativos podrían ser negativos en cualquier persona pero en Miller conformaban una personalidad diferente, atrayente y aborrecible a partes iguales. Tuvo miles de trabajo: profesor de piano, sepulturero, vendedor de enciclopedias, jefe de personal de la Western Union, peón de rancho... todos ellos realizados sin ninguna vocación y con un único objetivo: obtener dinero para vivir una vida bohemia y caradura que se le debía, según creía él mismo, por derecho propio.
Dos ciudades, como los dos Trópicos, marcaron su vida: Nueva York y París, como un doble binomio, odio y amor, un hogar aborrecido y un paraíso adorado. Trópico de Cáncer (1934) está dedicado a París. No cualquier París, sino esa ciudad objeto de fascinación de la colonia de escritores e intelectuales que el destino reunió allí. El París de los 30, que descubrió con su esposa June y que era un país de las maravillas poblado por animales tan exóticos como Anaïs Nin, Lawrence Durrell, Ernest Hemingway o Tristan Tzara. Trópico de Capricornio (1939) se sitúa en Nueva York durante los años 20. El joven Miller, pasando de un trabajo a otro, de una fiesta a otra y de una mujer a otra, ve como su vida también se transforma, amamantada por su propio veneno. No son libros típicamente autobiográficos, sino un vómito de pensamientos arrojados sin el menor filtro, escritos desde el instinto, desde el puro subconsciente, caóticos e inmorales pero tremendamente clarificadores, honestos y reales. Algo de lo que todo tenemos dentro y no nos atrevemos ni siquiera a pensar, pero que existe. Eso que nos da miedo reconocer y que nos afanamos por ocultar de cualquier mirada exterior. Algo, que si somos sinceros, reconoceremos y que corta cualquier racionalidad e inocencia como la línea de los trópicos corta la Tierra.

Imagen: Portada de Trópico de Capricornio (Panther Books, 1964)

martes, 4 de noviembre de 2008

Barack & John

Nunca se miente tanto como antes de las elecciones, durante la guerra y después de la cacería.


Las elecciones siempre son complejas; múltiples elecciones que todos tenemos que tomar a diario, sin saber cuáles serán sus consecuencias últimas. Elecciones con motivos o sin ellos, decisiones reflexionadas o surgidas improvisadamente. Todos andamos pendientes de ellas, bien sean para decidir algo tan colectivo como un presidente o algo tan modesto como lo que comerás hoy en el almuerzo. Nos exhortan diciendo que seamos consecuentes, responsables, que en nuestra decisión está el futuro, aunque pensemos que nuestra pequeña contribución poco aportará a que se cambien las cosas. Yes, we can, nos dicen, únicamente porque les hace falta nuestra papeleta, que una vez dada se guardará en el trastero con el resto de votos viejos. Siento sentirme escéptico, democráticamente escéptico, aunque comulgo cada cuatro años, por sentirme incluido dentro del mal menor. La democracia, una vez perdida la ilusión, se convierte en un sistema monótono y gris, por más que los contendientes nos intenten insuflar ánimos para que salgamos ese día del caparazón y demos nuestra confianza a alguno de ellos. En cualquier caso, decido decidir, aunque mi decisión se mezcle como una gota de agua en un océano, porque sé que una pequeña cabeza de alfiler poco tiene que pinchar en los grandes asuntos.

Hoy, 4 de noviembre, se elige al presidente de Estados Unidos y se vuelve a montar toda la parafernalia que surge alrededor de esta elección. Cabeza de potencia, nuevo emperador del universo, señor más industrializado, ciudadano número uno del mundo o cualquier calificativo imaginable cabe para el que salga elegido. El mundo contiene la respiración por lo que decida un país. Barack o John se verán con las riendas de un lugar, a mi juicio, tremendamente difícil de gobernar. Estados Unidos es el país de los rifles en las mesillas de noche, pero también el que vio surgir el movimiento hippie. Es la tierra del cinturón de la Biblia y el creacionismo pero también el paraíso del porno o de la Babilonia hollywoodiense. Es sinrazón en la cual el Partido Nazi de América (sí, existe) ha pedido el voto para el candidato negro. Es desierto y catarata, es llanura y rocosas, costa este y oeste. Una bomba de relojería con bienintencionada conciencia de policía y que luce orgullosa sus galas morales y religiosas. Estados Unidos de colores, de barras y estrellas, de dólar y de petróleo, democráticamente republicano y republicanamente demócrata. Si tuviera que votar allí, supongo que sabría lo que hacer, pero ajeno a tanto Dios y a tanto Washington, declino decantarme. Estoy harto. Esta es mi elección.