miércoles, 29 de abril de 2009

La tempestad

Por colinas, caballos veloces
aplastaban la nieve profunda...
A un lado un templo sagrado
solitario asomaba al camino.

Mas de pronto estalló la nevasca,
y la nieve cayó a grandes copos.
En el ala azabache un silbido,
sobrevuela un cuervo el trineo.
¡El gemido auguraba desdichas!
Los caballos de andar presuroso
oteaban las sombras lejanas,
y alzando sus crines...


Hay un día en la vida en que todo se detiene, la rutina, los deseos, las preocupaciones... nada de esto cuenta ya. Ese día cae presionando la piel como una nevada copiosa, sin esperarlo, sin abrigo. Ese día los ojos parecen muertos, sin brillo. El tiempo pasa pastoso, en continua espera. Nada importa alrededor, no hay calendario, ni horas. Quiero pensar que ese día también pasa, como pasa la tempestad y se convierte en una pequeña raya en nuestro recuerdo, junto al resto de momentos buenos o malos. Probablemente sea así, pero cuando estás en plena vorágine de cielos arremolinados y de vertiginosos rayos, no hay razón para creer que algo así pase. Sin consuelo, más que andar, nos transportamos de un lugar a otro con el gesto sombrío y las comisuras caídas. Y vemos nuestra vida discurrir, desde fuera, como si no fuera nuestra, como si el cuerpo se convirtiera en un pelele molido a palos. Miramos al cielo, pidiendo misericordia, clamando que la negrura desista, que se marche, que ya es suficiente... reclamamos esto ilusamente sin saber que las nubes no conceden ningún favor, que ellas vienen y se van, ajenas a cualquier designio. Ahora, siempre alerta, espero que la tempestad se olvide de mí y que el mar recupere sus anhelos, su rutina, sus mareas.

Hay un día en la vida en que nada importa más que salvarte. Y llega así, de repente, entre semana, a una hora de lo más normal. La vida se te da la vuelta y no puedes dejar de pensar y pensar. Desde ese día, a la normalidad le cuesta tomar su rumbo. Espero, náufragos amigos, que perdonéis mi ausencia.

Imagen: La tempestad de Giorgione (Galería de la Academia, Venecia)

domingo, 19 de abril de 2009

Los egoístas

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:

Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.


¿Cómo me dejas así, sin más? Nunca pensé que me podrías hacer esto. Con lo que yo te he dado, con lo que me he sacrificado por ti... Puse todo mi empeño en que tuvieras una vida tranquila, sin sobresaltos, que te dedicaras a ti, que no trabajaras porque no te hacía falta. Dormí poco por ti, para que el trabajo fuera lo más próspero posible, por crear un futuro asegurado para ti, para los dos. Te compré de todo, ni siquiera hubieras soñado antes con poseer todo lo que tienes. Accedí a tus caprichos, por más idiotas que fueran y ahora me doy cuenta de que fueron para nada. Te olvidaste de ellos tan rápido como ahora te olvidas de mí. Construí mi vida a tu alrededor y ahora descubro que ese mundo es tan falso como el decorado de un teatro. Siempre creí que estaba solo en el mundo hasta que apareciste, entonces mi vida cambió. Giró en torno a ti, tú eras el centro. Pero ahora me doy cuenta de que todo fue un espejismo, una apariencia, un papel para tenerme contento mientras afilabas el puñal asesino. Me haces replanteármelo todo ahora, si eran de verdad esas manos cariñosas, esa boca insinuante, esas palabras aterciopeladas, esa vida. Yo que respiraba de lo que salía de tu boca, ahora me ahogo. No hay aire en esta habitación. Me miras en este momento y sólo veo el vacío en tus ojos. No queda nada de ti dentro. ¿No tienes ni siquiera palabras?

Cambió el gesto y dijo: Me lo diste todo, absolutamente todo, aunque nada nunca dejó de ser tuyo. Sin embargo yo sólo quería una cosa que estaba, de largo, fuera de mi alcance: a ti.

miércoles, 15 de abril de 2009

Extramuros

En un instante ante el lecho de mi hermana, ante su rostro tan gastado y mezquino, debió de recordar qué tiempos eran aquellos que corrían a la vez ruines y recios, qué años de soledad para el alma y el cuerpo miserable.


Extramuros se oía la campana del convento, que aún sin salir el sol, levantaba a las hermanas. En el claustro, un silencioso barullo de hábitos conducía a la capilla para el primer rezo. Monjas pálidas y huesudas por los muchos sufrimientos que Dios Nuestro Señor les había mandado en aquellos aciagos días. En la capilla, caras somnolientas prestaban poca atención a las oraciones. Allí faltaban algunas, carne de enfermería, cosa normal traída por el hambre, la debilidad y la peste. Pero esa mañana, una ausencia turbaba a una de las hermanas, que no podía esconder su nerviosismo. Ella, su compañera del alma, no la flanqueaba como solía. Pensó en la noche, rezó por sus pecados y por su flaqueza de ánimo por haber sido convencida a llevar a cabo ese plan descabellado. Nada podía negarle a ella, eso lo sabía y confiaba que Él, ser de eterna misericordia, perdonara sus impulsos y no fuera condenada a la eternidad. Las sienes le latían descontroladamente. Cuando el oficio acabó, corrió presurosa a la celda de su hermana. Allí la encontró con los ojos entreabiertos, floja de fuerzas, con un brazo colgando de su humilde catre. De la palma de su mano, un reguero de sangre manaba formando un pequeño charco en el suelo de piedra. Su grito de impresión rompió el silencio de la casa y acudió casi toda la comunidad con la priora a la cabeza. Ésta sentenció: Son las llagas de Nuestro Señor Jesucristo. Éste fue el comienzo de su propia desgracia.

Extramuros (1978) es una estupenda novela del escritor español Jesús Fernández Santos, que fue galardonada con el Premio Nacional de Narrativa. El libro fue adaptado al cine por Miguel Picazo en 1985 interpretando a sus protagonistas Carmen Maura y Mercedes Sampietro. Ambientada en la España de final del reinado de Felipe II, cuenta la historia de dos monjas en un convento azotado por el hambre y la sequía. Viven tal situación de penuria, viendo morir a muchas de sus compañeras, que idean una manera de llamar la atención mediante unos falsos estigmas en una de ellas. La repercusión es tal, que comienzan a llegar al convento una legión de peregrinos y la fama de santidad de la religiosa recorre los secos parajes del reino hasta la corte. A pesar del escepticismo de la priora, que ve peligrar su cargo, comienza a prosperar el convento. Incluso, el duque benefactor de la casa compromete mejoras con la condición de que su hija profese allí. Pero los caprichos de dama cortesana hacen que ésta pronto se enfrente con la santa. Esta rivalidad llegará a los oídos del Tribunal del Santo Oficio.

Extramuros no sólo está fantásticamente bien escrita, con el lenguaje propio de su época, haciendo que sea a la vez realista y lírica, sino que toca temas profundamente actuales: el amor entre las dos monjas, unidas por el miedo al pecado, la situación de hambruna del país donde los pícaros sobreviven y la lucha de poder entre los egos de la santa, la priora y la huéspeda bajo los ojos represores de la Inquisición. Es impresionante el retrato del amor enfermizo y dependiente que hace de la monja narradora, que no sólo ayuda a la santa a crear sus falsos estigmas, sino que mantiene el secreto a pesar del miedo al castigo divino. Es un amor a prueba de todo, que no se tambalea ni cuando la fama de su amada la hace más fría y distante y que la convierte en un ser sin alma cuyos ojos sólo ven por los ojos de la otra. Ni toda una sociedad encerrada en la religión y la superstición, quemada por el mismo sol que agrieta los campos, impedirá que el amor más sacrificado se escape libre, extramuros.

Imagen: Ruinas del convento de San Agustín Extramuros en Madrigal de las Altas Torres (Ávila).

sábado, 11 de abril de 2009

El banco doble

Existe, en verdad, un magnetismo, o más bien una electricidad del amor, que se comunica por el solo contacto de las yemas de los dedos.


Estaba cansado del día, mucho jaleo en el trabajo, mucho cliente descontento y cuando volvía a casa, para colmo, perdió el autobús que siempre cogía. Para esperar al siguiente, dejó caer su cuerpo pesado sobre el banco doble que había frente a la parada. Rumiaba su mal día intentando no pensar en nada. De pronto sintió que alguien se sentaba justo a su espalda en el banco, compartiendo ambos el mismo respaldo. Se sentó discretamente. Era una chica, a la que apenas podía ver aunque forzara el rabillo de su ojo. Se tocó el pelo y en un gesto delicado, se quitó el pasador que a duras penas sujetaba su pelo recogido. Su melena de rizos castaños cayó sobre los hombros de él.

Estaba harta de su vida en ese momento y para su desgracia, además había discutido con su madre. Así que salió a tomar el aire y así reflexionar un poco. Paseó tranquilamente por las calles atestadas, se fue parando en los escaparates que le llamaron más la atención e incluso entró en alguna tienda, no con intención de comprar nada, sólo intentaba evitar acordarse del día que llevaba. Cuando se hizo tarde decidió coger el autobús. La parada estaba cerca, pero a pesar de que vio a un autobús a punto de irse, no quiso correr para alcanzarlo. Se sentó en el banco doble que había enfrente de la parada, justo a la espalda de un chico. Notó como le dolían los pies de la caminata. Se tocó el pelo, comprobando que era un desastre y decidió soltárselo.

Espalda contra espalda, en silencio, separados por un fino respaldo de madera. Él podía notar sus rizos desenrollándose sobre el pequeño trozo de piel que quedaba desnudo en su cuello. Casi le hacían cosquillas. Si afinaba la nariz, podía sentir el olor de su pelo. Se quedó muy quieto. Él, un hombre hecho y derecho, estaba nervioso por el mero contacto de una mujer. Le inquietaba la idea de que la chica se diera cuenta de cómo le retumbaba el corazón. Tengo que tranquilizarme, tengo que tranquilizarme, se decía una y otra vez. Pero ella ni siquiera se percató. Intranquilo, pensó que levantarse o desplazarse más allá en el banco sería una falta de descortesía y así, sigilosamente, acercó la mano a su cuello para retirar el pelo. Y como quiera que el destino es juguetón y caprichoso, en ese mismo instante, ella también llevó su mano al pelo. Y se produjo el contacto, apenas un breve roce de sus manos. No supuso ni un segundo de su tiempo, porque instintivamente ambos, avergonzados, retiraron sus manos bruscamente. Un toque casual, furtivo, sin la menor importancia y que nadie de los que esperaban en la parada notaron. Una leve mirada entre ellos, un balbuceo de perdón en sus bocas, una escueta sonrisa, una unión efímera pero cósmica, los poros de las yemas de sus dedos unidos, una especie de cortocircuito los dejó bloqueados. Todo fue como si el tiempo se hubiese parado en ese preciso momento aunque la Tierra siguiera girando sin freno para el resto. La llegada súbita del autobús desvaneció la íntima conexión que produjo ese velado roce. Y salieron del trance, ambos subieron y se sentaron en asientos separados. Él se bajó antes y desde ahí la miró pero sus ojos no se cruzaron. Ella quiso mirarlo también, quizá para grabar en la memoria su imagen, pero su timidez se lo impidió. No volvieron a cruzarse nunca más.

lunes, 6 de abril de 2009

Sol ardiente de junio

Su traje es amarillo, un topacio que resiste todo intento de descripción, dominando todo lo que se le acerca con un esplendor que es casi imperial.


¿Es el sueño, la inconsciencia o quizá la muerte quien la busca? Debe ser el sueño reflejado bajo la luz del Mediterráneo, que acaricia las gasas, que enrojece la piel. El sueño plácido que descansa, que fortalece, que invita a vivir en un mundo de imágenes coloreadas. Benévolo, placentero, sencillo sueño, donde dejamos de ser quienes somos para ser quienes queremos ser. Cuando el sueño nos rodea con amorosos brazos, olvidamos el cuerpo, porque no es importante y nos sumergimos en las aguas del mar. Allá abajo, un mundo nuevo se descubre: delicados corales, caballitos intangibles, serenas algas movidas al vaivén de la marea, bancos de peces de plata, arena que pule la roca más dura. ¿Es el sueño la vida auténtica? ¿Dormimos para vivir, errantes, muertos en vida, perdidos en las grises sombras de la realidad? No lo sé y no quisiera saberlo, porque atrevidos sueños me atormentan las noches. Sueños que no viviré nunca, que me persiguen, pero que duran el tiempo justo para levantarme sudoroso y aliviado. Bellos, soleados pero igualmente peligrosos, me atrapan y me ahogan. Me avisan de mi pasajera vida. A veces no quiero soñar, consciente como soy de su tentador filo. La durmiente, sin embargo, lo tiene claro, como la decidida Penélope enfrentada a su destino. El eterno sueño es su vida, su hogar lo inconsciente y cuando la antipática muerte llegue, que la busque junto al mar, durmiendo bajo el sol ardiente de junio.

Sol ardiente de junio (1895) del pintor británico Frederic Leighton es uno de mis cuadros favoritos. Mil veces disfrutado en ilustraciones, nunca lo había visto en persona, porque se exhibe en el Museo de Arte de Ponce en Puerto Rico. Pero curioso como siempre, el destino me lo ha traído, ya que unas obras de remodelación en su museo le ha hecho recorrer mundo visitando paredes ajenas en que lucirse. Desde el 24 de febrero hasta el fin de mayo recala el Sol ardiente de junio en una sala del Museo del Prado de Madrid y estando cerca era un verdadero pecado no ir a hacerle una visita. Estos encuentros suelen ser comprometidos porque las expectativas suelen ser tan altas que la sombra de la decepción siempre planea sobre tu cabeza... Pero, todo fue sencillo y fácil, como los mejores placeres. Entré cauteloso para no perturbar el eterno sueño de mi anaranjada amiga y allí me quedé, absorto, recorriendo con la vista cada pliegue, cada muesca, cada detalle. Atrapado mucho más tiempo de lo que hubiera imaginado, callado, sonriendo, sintiendo como si el sol se hubiera colado por las ventanas del museo. Y más hubiera estado si no llega a despertarme de ese sueño una avalancha de estudiantes de excursión de fin de curso que gritaban su aburrimiento en la sala. Aún así, salí del Prado deslumbrado, con la imagen impagable del sol ardiente de junio grabada para siempre en mi memoria.