Era profesor universitario. Daba clases de una asignatura con un nombre larguísimo que todos acortaban llamándola "Teoría". Era un profesor brillante, del que nadie tenía queja. Sus alumnos no pasaban por sus clases como zombis sino que aprendían los rudimentos de dicha teoría, pensando por sí mismos. Entre sus compañeros también era muy apreciado. Incluso había labrado amistad con algunos otros profesores. Un día, a la salida de una clase, le esperaba uno de estos amigos. ¿Te tomas un café conmigo? Por supuesto. Y ante ese café le fue exponiendo su situación personal: pequeños líos de faldas que ahora se volvían difíciles y que amenazaban con tambalear una vida estable. El profesor escuchaba muy atento, sopesaba las posibilidades y como si fuera un oráculo, le daba un consejo sencillo, equilibrado, sabio. Como una pequeña instrucción que aliviaba al angustiado amigo. Eres estupendo, siempre sabes que es lo mejor que se puede hacer. Era verdad, todos estaban de acuerdo en eso. Era una persona que escuchaba atentamente, comprendía y daba excelentes consejos.
Pero todas las tardes, cuando regresaba en coche a su casa, los ecos de esta responsabilidad le pesaban. Eran sólo instrucciones teóricas que nunca había puesto en práctica. Siempre dejaba a otros que lo hicieran. Estos consejos que le habían hecho ganar el respeto de sus compañeros y amigos nunca le fueron de gran utilidad, ni en su divorcio, ni al educar a sus hijos, ni con sus padres. Sistemáticamente era incapaz de aplicar sus buenas ideas. Sabía que nada de lo que aconsejaba podía servirle a él mismo. Sólo tenía buenas intenciones que luego no se materializaban en nada. Por eso, cada noche se enfrentaba sólo a la televisión, sentado en un sofá, con un cuenco de sopa de sobre. Por eso, sus fines de semanas se acompañaban de periódico y soledad. Por eso apenas conocía a nadie fuera de los límites del campus.