sábado, 31 de octubre de 2009

El impuntual

Tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad, que olvidamos lo único realmente importante: vivir.

Robert Louis Stevenson


Miro el reloj. Mierda, llego tarde. Lo vuelvo a mirar incrédulo. No puede ser. Acelero el paso al mismo tiempo que se me acelera el corazón. Miro como mis pies avanzan cada vez más rápido. Noto que se va formando una gota de sudor en la frente, que por su propio peso caerá rondando por la sien antes de explotar. No puedo andar más rápido sin echar a correr. La prisa me devora. Mis mejillas se encienden. Por un instante, desearía que se parara la vida apenas 5 minutos y así no tener que recurrir a las burdas excusas para justificar mi retraso. Pienso qué decir, vamos, pero no se me ocurre nada convincente. Nunca sé en que me entretengo cuando llego tarde. Suelo procurar ir con tiempo a los citas, pero luego todo se complica y el tiempo es más corto de lo que debería. Hoy he ajustado demasiado. Eso ha sido. Vuelvo a mirar el reloj por si me he equivocado leyendo la hora, pero no. Es tarde, religiosamente tarde. Y volverá a pasar que me miren con cara de decepción, como perdonándome la vida. Contarán cada minuto retrasado y suspirarán pensando que por llegar tarde soy un desastre. Sigo mi contrarreloj particular esquivando a la gente que obstaculiza mi camino. Quién pudiera pasear con tranquilidad. Hace un día precioso para hacerlo. Mi meta está cerca, casi la puedo ver. No quiero ni mirar más el reloj. Hago un último esfuerzo para que no se note el tiempo que lleva esperándote. Antes de cruzar la esquina, me freno, me sosiego. Y aparezco, como si saliera a escena. Pongo mi mejor cara de niño bueno y digo la única frase de la función: Lo siento, ¿llevas esperando mucho?

martes, 27 de octubre de 2009

Lecciones de arte

Materializar lo espiritual hasta hacerlo palpable; espiritualizar lo material hasta hacerlo invisible; ése es todo el secreto del arte.

Un día escuchó decir que quien entiende el arte, entiende la vida y como no conocía nada de arte, se preocupó. Así que decidió aprender arte, pero era una tarea muy ardua, porque no sabía ni por donde empezar. Humilde como era, pensó que debía aprender lo básico para ir subiendo de nivel. Y se compró una guía sobre entender el arte. En ella descubrió conceptos y nociones muy interesantes pero aconsejaba que lo idóneo era la observación directa de la obra de arte. Así el fin de semana se fue al museo, decidido a comprenderlo todo. Como no se decidía entre estilos y épocas, recordó que su guía indicaba que quien entendiera el arte contemporáneo, entendería cualquier tipo de arte. Con su mochila, su libreta y su bolígrafo, fue a la última sala del museo. Eligió un cuadro, no porque le inspirara especialmente, sino porque estaba justo enfrente de un mullido sillón. Abrió su libreta dispuesto a anotar cuantas sensaciones tuviera. Lo observó por largo rato. Era grande, de vivos colores, geométrico. Pero enseguida una pareja le obstruyó la visión. Charlaban. Ella dijo: Se parece al primer Kandinski. Y como no sabía quien era el primer Kandinski, lo apuntó. Él le contestó: intenta imitar el suprematismo, pero no lo consigue. Como ambos asintieron convencidos, también escribió que tenía que buscar aquello del suprematismo. En eso estaba, cuando llegó un guía con un grupo de turistas. Pensó que esa era la solución y escuchó muy atento la explicación. Anotó términos desconocidos como abstracción, expresionismo, vanguardia, postmodernismo y una larga lista de neos. Siguió allí y llegó a olvidarse del cuadro, para captar todos los comentarios que suscitaba. Esto no es arte, cualquiera lo puede hacer, decían algunos por lo bajo, ¡qué timo! Otros aclamaban su perfecta geometría, su optimismo vital. Los muy entendidos decían que era una obra fundacional. Algunos se pavoneaban ante otros por su sabiduría. Estaban los que miraban al cuadro con extrañeza y los que lo hacían con admiración. Y también estaban los que se aburrían, bufaban y estaban deseando marcharse. La libreta se llenó de un galimatías indescifrable. Después de un largo rato allí, le dolía la cabeza y se marchó decepcionado pensando que nunca sería capaz de entender nada.

jueves, 22 de octubre de 2009

Carol

¿Qué era querer a alguien, qué era exactamente el amor, y cuándo terminaba o no terminaba? Ésas eran las verdaderas preguntas y ¿quién podía responderlas?


Cuando salió de los grandes almacenes aún no sabía cómo se llamaba. Fue apresuradamente a la nota de pedido y la leyó varias veces: Carol... Rememoró ese nombre muchas veces en los días y las noches posteriores, aunque eso no lo sabía aún. Era alta, rubia, llevaba un abrigo de visón y la gente le abría paso, o al menos eso le pareció. Buscaba una muñeca para su hija. Podía ser cualquier persona que buscara una muñeca, porque estaba cerca la Navidad, pero Carol la miró como nunca nadie la había mirado. De esto también se di cuenta más tarde, cuando volvió a verla. Entonces descubrió que había retenido la imagen de Carol perfectamente en su memoria, sin el más mínimo error. ¿Era eso el amor?

En Carol (Patricia Highsmith, 1951) no hay asesinos, ni arribistas ambiciosos, ni planes despiadados como en el resto de novelas de la escritora, pero sí suspense e intriga, porque ¿qué mayor intriga hay en un amor incipiente? Y más si es un amor inesperado. ¿Se puede una persona enamorar de buenas a primeras de otra? ¿Y si es del mismo sexo? A estas preguntas intenta responder la novela. La historia comienza en unos grandes almacenes de Nueva York donde Therese Belivet trabaja eventualmente, mientras busca empleo como escenógrafa. Allí conoce a una cliente, Carol, una mujer recien divorciada, bella y sofisticada, por la que Therese sentirá una pasión incontrolable, mezcla de admiración y de extrañeza. Therese, a quien su novio no le aporta nada, decide indagar en ese sentimiento. Sin embargo, todo serán obstáculos, incluida su propia resistencia a sentir.

Patricia Highsmith publicó esta novela en 1951 bajo seudónimo, porque según explica la autora, no quería ser encasillada en esta historia como lo había sido con el género de suspense. Sin embargo, su edición de bolsillo fue un considerable éxito, vendió cerca de un millón de ejemplares y la escritora recibió grandes cantidades de cartas de agradecimiento. Más de treinta años después, en 1983, Patricia Highsmith reconocía la autoría de, quizás, la única novela de amor que había escrito.

sábado, 17 de octubre de 2009

Pensamientos de un bar de copas

No hay lugar tan estrecho donde no se pueda elevar el pensamiento.

Lucio Anneo Séneca

Un whisky con coca cola, el segundo. La noche no ha hecho más que empezar. Cuanta gente hay aquí. Tenía ganas de ver gente, pero esto es demasiado. Aún así tengo que salir más. A veces, me da una pereza insoportable y estúpida y prefiero refugiarme en mi casa, en mi habitación y no moverme, como si así no me fuera a suceder nada. ¿Qué pensará cada persona que hay aquí reunida? Si se alzara en voz alta cada pensamiento, el sonido sería más atronador que la música. Me presentan a alguien. Dos besos. Otra persona, otros dos besos. Me han dicho los nombres y ya no me acuerdo de ellos. Me gusta esa chica de la barra. Podría decirle algo, pero ¿qué? Hola, soy un tío que te ha visto desde lejos y vengo aquí a darte el coñazo. No sirvo. Nunca he servido. Se le acerca un chico. ¿Es su novio? No, debe ser otro gilipollas que se ha fijado en ella, como yo. ¿Qué le dirá? Ella parece que sonríe. Buff, así me va, debería dejar de ser tan tímido. ¿Cómo te va? me preguntan, bien, bien, respondo, con desazón, como si no ocurriera nada en mi vida. La gente baila, o hace que baila. Yo mismo marco el ritmo con los pies. La chica de la barra sale a la pista. No puedo dejar de mirarla, pero con disimulo. No quiero que me cace. Se mueve sinuosamente, se ríe como una tonta con sus amigas, se luce. Sonrío y dejo de observarla. Será mejor. Charlo con alguien animadamente sobre algo superficial, la tele, por ejemplo. ¿Pedimos otra? me dicen. Bueno, me hago de rogar pero me apetece, pide otra. Me cuentan algo muy gracioso. La chica vuelve a hablar con el imbécil de antes. Aún queda mucha noche.

domingo, 11 de octubre de 2009

El señor Chow

No miró hacia atrás. Era como si se hubiera subido en un tren muy largo rumbo a un futuro somnoliento, a través de la insondable noche.

2046
(Wong Kar-wai, 2004)

El señor Chow salió de la redacción con desgana. Caminó. Los pasos sobre el asfalto le retumbaban en la cabeza. Tenía la contradictoria sensación de querer llegar y no hacerlo a la habitación 2046 del hotel Oriental de Hong Kong. No era cualquier lugar. En 2046 se viven los recuerdos perdidos, nada cambia nunca en 2046. Y eso era lo que desesperadamente buscaba el señor Chow. Cuando se ha amado con tal intensidad, todas las mujeres son una, la amada, la buscada, Su Li-zhen, se decía una y otra vez. Y aunque salía y entraba de la habitación, asumía que estaba atrapado en ella, que sus paredes encerraban aquel enigma que una se le cruzó en la vida. Todo el camino, estuvo planeando una nueva historia para escribir, porque su editor le apremiaba. El señor Wang le saludó amistosamente en la puerta del hotel y le preguntó cómo le había ido el día. Contestó algo banal y se dirigió hacia la habitación. Acarició levemente la placa con el número y de nuevo se sintió perdido.

El señor Chow (Tony Leung) aparece en las tres películas (Days of being wild, In the mood for love y 2046) de la trilogía de Wong Kar-wai sobre el Hong Kong de los 60, pero es en los dos últimas donde es el protagonista. Periodista, novelista de tres al cuarto y sobre todo amante, el señor Chow deambula en un mundo rutinario plagado de recuerdos. Sufriente, con los ojos tristes, se da cuenta como su esposa se va distanciando cada vez más de él, siéndole infiel con el marido de su vecina. Es precisamente a ella, Su Li-zhen (Maggie Cheung), a quien entrega su amor. Surge entre ellos una relación de complicidad, reconfortando las mutuas heridas de la traición. Es algo puro, porque ni Chow, ni Su Li-zhen quieren ser como sus parejas. Pero el raudal de sentimientos es incontenible y el señor Chow decide marcharse a Singapur para olvidarla. Al cabo de los años, vuelve a Hong Kong, ha cambiado, vive una vida golfa y se prohíbe sentir amor. En la habitación 2046 del hotel Oriental, donde quedaba con Su Li-zhen, se instalará. El recuerdo de aquella mujer le obsesiona, todas son la misma, la única que amó.

No podría ponerle ni un sólo inconveniente a In the mood for love y 2046 (Wong Kar-wai, 2000 y 2004, resp.), absolutamente ninguno. En mi opinión son películas redondas, que cuanto más las veo, más me gustan y eso me pasa con muy pocas. La historia, la forma de narrarla, la estética, la delicadeza de sus imágenes, la música, las interpretaciones... en conjunto dos excelentes películas. Y podría pasarme horas analizando detalles, el secreto guardado en un agujero del templo de Angkor Wat, los sinuosos qipaos de las mujeres, la sensación de decadencia y de rutina... pero serían palabras ridículas con las que apenas alcanzaría a describirlos. Lo único útil que podría decir es que os dejarais encerrar en la habitación 2046 y lo comprobareis.

Vídeo: Imágenes de las dos películas con la pieza de Shigeru Umebayashi, Yumeji's theme de la banda sonora de In the mood for love.

lunes, 5 de octubre de 2009

Sobre nuestras cabezas

La desdicha es el vínculo más estrecho de los corazones.

Jean de La Fontaine

No nos cayó como un jarro de agua fría, más bien al contrario. Fui conociéndolo como el resto de mis hermanos, poco a poco, espiando conversaciones, cazando comentarios velados. Se suponía que llegados a una edad ya estábamos en disposición de saberlo y se contestaban, de mala gana, a nuestras preguntas, siempre que no fueran demasiados directas. No era algo de lo que se hablara a menudo, más bien se guardaba para ocasiones especiales, como si se tratase de una buena mantelería. Sin embargo, siempre, imperceptiblemente, rondaba sobre nuestras cabezas. Teníamos prohibido sacarle el tema a mi abuela, en consideración a su edad y para evitarle un disgusto. Tener consciencia del maldito secreto familiar nos afectó a todos de manera diferente. Mi hermano mayor no quería ni nombrarlo y hacía como si no fuera con él. Mi hermana apoyaba incondicionalmente a mi madre, encubriendo y reservando cualquier detalle. Yo mismo siempre me desentendí del asunto, no quería arrastrar lastres pesados de otros. Pero al ir haciéndome mayor, me di cuenta de que era estúpido creer así. Como una maldición traída de la cuna, me acompañaría incluso en el momento de formar mi propia familia. Por eso, me encargué de dejar a ésta al margen, no quise hacer cargar a mis hijos con problemas innecesarios.

Hoy, que ya no están ni padres, ni hermanos, ni otros familiares y que la misma muerte me ronda los pasos, me siento el último de una estirpe, el depositario del secreto que conmigo nació y conmigo morirá. Será lo único que me lleve, la losa que me sepulte.