viernes, 29 de mayo de 2009

Maurice

La vida nunca nos depara lo que queremos en el momento apropiado. Las aventuras ocurren, pero no puntualmente.

Maurice (Edward Morgan Forster, 1914)

Maurice no era ni más listo, ni más rico que la mayoría de los chicos de su colegio pero ingresó en Cambridge por tradición familiar. Ni su madre, ni él estaban especialmente emocionados con la idea pero a ninguno de los dos se le hubiera ocurrido contradecir esa imposición que ya duraba generaciones y que servía como homenaje a su padre ya fallecido. Por eso, el joven Maurice, que sólo conocía la plácida vida de un suburbio burgués de Londres, cuando llegó a Cambridge, quedó admirado. Clases de filosofía, griego, latín, charlas sobre religión, ciencias, música clásica, diálogos platónicos, una realidad nueva de la que era absolutamente ignorante. Pero no sólo las disciplinas académicas eran desconocidas para Maurice. Su principal preocupación en Cambridge fue el conocimiento del ser humano y de si mismo. Lo tomó como una meta personal. Pensó que si se camuflaba entre la masa, sería más sencilla la observación del resto, como el ornitólogo que se viste de verde para confundirse con el entorno. Las preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Era tan diferente como creía? ¿Existían personas como él? ¿Debería hacer algo para pasar desapercibido? Siempre pensó que él solo podría llegar a hallar algunas respuestas, pero se equivocaba. Se dio cuenta de su error en el mismo momento que conoció a Clive. Él era su compañero, su interlocutor, su amigo, su igual.

Maurice, como libro, llegó tarde. Finalizada en 1914 pero publicada en 1971, su autor, Edward Morgan Forster, la guardó en un cajón para ser mostrada al público tras su muerte. Pero el mundo inocente de comienzos del siglo XX no se parecía en nada al de los 70. Forster cuando lo escribió temía a la biempensante sociedad en la que vivía, una Inglaterra de férreos corsés victorianos donde cualquier salida de tono suponía la exclusión. Y aunque el mundo y su país cambiaron, el miedo del escritor persistió. Por eso, su defensa de la homosexualidad y la libertad cuando se publicó Maurice resultó obsoleta y un tanto ingenua. Pero si sacudimos un poco el polvo del libro, veremos que Forster no se equivocó al describir el despertar sexual de una persona que está perdida. Eso sirve tanto para un siglo como para otro. El Maurice de Forster luchaba por su sitio en el mundo, por su felicidad, no diferente a la del resto de personas. Clamaba por dejar de esconderse, de apartarse, quería entender porqué era como era y no de otra manera. Buscaba respuestas. Dilemas estos que acompañan y acompañarán a los seres humanos cualquiera que sea la moda, en 1914, en 1971 y en 2009. Vivimos para aprender, para aprendernos, sin instrucciones previas de ningún tipo y así, todos aquellos que respiramos, somos de una u otra forma, Maurice.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Después de Benedetti

La verdad es que
grietas
no faltan [...]

hay una sola grieta
decididamente profunda
y es la que media entre la maravilla del hombre
y los desmaravilladores

aún es posible saltar de uno a otro borde
pero cuidado
aquí estamos todos
ustedes y nosotros
para ahondarla

señoras y señores
a elegir
a elegir de qué lado
ponen el pie.

Grietas (Mario Benedetti, Quemar las naves, 1969)

Exilio en tu mirada burlona, cordialidad de paso. Extraño en países de acogida, incluso extraño en el Montevideo de tus recuerdos, paseabas Don Mario aprendiendo de cada átomo de vida que encontrabas por delante. Vida que afloraba aunque el mundo se rodeara de cadáveres y lápidas, porque la vida salía directamente de ti. Aprendiste desde joven que las palabras no deben guardar secretos, que son trazos simples, que tienen que llegar a todo el que quiera comprenderlas. Pero también conocías que en momentos esas palabras se mostraban insuficientes y así recurrías a la imaginación para crearlas. Escritor y poeta de la razón, no por vía de sesudas reflexiones sino por sencillos argumentos, de los que uno asiente sin tener nada más que decir. Hay miles de grietas en la Tierra, lo sé, Don Mario, tantas como almas si me apura. Pero de la única que importa, esa de la maravilla del ser humano, de la vida, de esa siempre estaré de su lado, aunque de reojo miremos lo profundo del abismo.

Estamos tan acostumbrados a calificar de genio al primero al que le suena la flauta, que cuando un auténtico genio se va, siempre tengo la sensación de que a nadie le importa. No lo digo porque no se hayan hecho eco de la muerte de Mario Benedetti, al contrario, he leído mucho y muy bueno sobre él estos días, sólo me pasa que cuando uno verdaderamente grande se va, se abre una grieta difícil de tapar. El consuelo son sus libros, sus palabras ordenadas una detrás de otra, que reflejan sabiduría, decisión, compromiso. Queda su voz pausada, las canciones con sus letras. Quedan sus poemas, su tregua, su primavera con una esquina rota, sus inventarios, sus andamios... puede parecer mucho, pero el hueco profundo que deja su pérdida hace que esa grieta sea inabarcable. Ésta se une al resto de grietas, surcos o hendiduras que decoran el mundo. El día 17 de mayo de 2009 el mundo se separó en dos mitades: antes y después de Benedetti.

domingo, 17 de mayo de 2009

Eurovisión 2009

I'm in love, with a fairytale
even though it hurts.

Fairytale (Alexander Rybak, 2009)

Se acabó la fiesta, se apagaron las luces, las voces. Moscú se quedó en silencio. Los fuegos de artificio, las lentejuelas, los gritos, las banderas pasaron. Ya forman parte del recuerdo. Un año más. Esta vez, unánimemente, se eligió al ganador, Alexander Rybak, que representaba a Noruega. Quizá sea la hora de la reflexión, del análisis de las votaciones, de arañar el significado de cada voto, pero creo que una vez pasado todo el festival, todo lo que se pueda decir es inútil. Podremos decir lo que queramos, pero finalmente si entramos en el juego, después no podemos quejarnos del resultado. Eurovisión reúne un poco de todo cada año siempre dando una vuelta de tuerca para no aburrir a nadie. Así que, hubo música, espectáculo, vecinismo, votaciones justas e injustas, como cada edición y emoción, aunque quizá este año menos ante la aplastante rotundidad del ganador noruego. Así es el juego, un divertimento para pasar una noche divertida, oyendo canciones y artistas que jamás hubieran traspasado sus fronteras de no existir este concurso musical. Pero claro está que en Eurovisión sólo una canción gana y el resto son perdedoras, clasificadas mejor o peor, para el que le importe eso. Al menos oficialmente así es, porque la música tiene el enorme mérito de tocarnos a cada uno de una manera diferente. Así cada cual tiene su propio ganador, sin premios, ni trofeos, nada más que simples baratijas que no tienen valor alguno. No queda más que dar la enhorabuena al campeón y a seguir viviendo y escuchando.

lunes, 11 de mayo de 2009

El adivino de profesiones

Un hombre de experiencia sabe más que un adivino.

Cuando se jubiló, dejó de salir de casa. Su mujer estaba muy intranquila por él. Notaba tristeza y aburrimiento en su semblante cuando veían la televisión o comían uno enfrente del otro. Así que casi le apremió a buscarse una afición o un pasatiempo. No le gustaba leer, ni la música, ni el bricolaje, ni coleccionar cachivaches. Su vida antes del retiro se resumía únicamente a su trabajo como responsable de recursos humanos de una gran empresa y nunca tuvo hobbies o aficiones. Así que para calmar la preocupación de su esposa, decidió salir una mañana. No tenía rumbo fijo, ni ninguna intención, sólo quería conocer un poco el pulso de la ciudad al comienzo del día. Así que paseó un rato, compró el periódico y se sentó en una terraza a tomar un café. Cuando se cansó de la exploración urbana, decidió volver en autobús a su casa. En él, desganado, se dedicó a observar discretamente al resto de pasajeros. Gente de todo tipo y de todas las edades, mujeres y hombres que poblaban cada rincón de la ciudad. Para hacer más liviano el trayecto, pensó en probar un pequeño juego: adivinar por el aspecto de cada persona a qué se dedicaba. Al fin y al cabo esa era su especialidad cuando trabajaba. Albañiles, asistentas, vendedoras de ropa, estudiantes, cajeras de supermercado, camareros, todas los trabajos tenían un perfil propio. Enseguida adquirió la rutina y cada mañana se hacía la línea entera un par de veces montado en el autobús. Su mujer no sabía que hacía pero estaba muy contenta de que finalmente encontrara algo con que entretenerse. Pero su juego tenía un contratiempo: por más que se esforzara, nunca sabría con certeza si estaba en lo cierto adjudicando profesiones a los viajeros del autobús. No habría solución posible si no lo preguntaba directamente. Así que un día, junto a él, bajó en la misma parada una chica. Había coincidido con ella varios días pero no estaba seguro de a qué se podría dedicar. Antes de que autobús arrancara, le dijo: Señorita, le parecerá raro, pero me estaba preguntando si era usted profesora... quizá de inglés. Ella le miró extrañada por la pregunta pero contestó. No, soy cocinera en el restaurante de un hotel. Puso cara de decepción, le pidió disculpas y se despidieron. De camino a su casa, cabizbajo, con los hombros gachos, meditó en qué podía haberse equivocado. Era un caso difícil, se consoló. Aún así, pasó el resto del día ensimismado y cuando su esposa le preguntó que le pasaba, simplemente le dijo que saldría a pasear también por las tardes. Necesito depurar mi técnica. Ella no entendió nada pero creyó que así estaría más distraído.

martes, 5 de mayo de 2009

El sueño de Alexandria

Querida hija, nunca te cases por dinero, fama, poder o seguridad. Sigue siempre a tu corazón.
Tu padre, que te adora.

¿Pone todo eso en la medallita?


En Los Ángeles, durante los años 20, no había bandidos enmascarados, ni caravanas por el desierto. Ya no quedaban vaqueros del Viejo Oeste más que en las películas. Allí y entonces, no era habitual ver a un guerrero hindú, y menos que se tocara la ceja cuando estaba nervioso, ni cúpulas orientales que explotaban, ni hordas de ejércitos tenebrosos, ni derviches turcos, ni estanques de nenúfares. Sin embargo, todo eso existía en un hospital, dentro de la cabeza de una niña, Alexandria (Catinca Untaru). Con el brazo escayolado y pocas ganas de quedarse quieta en su cama, la pequeña conoce a Roy (Lee Pace), un especialista de escenas de acción de Hollywood también ingresado. Él le contará la historia de los cuatro hombres que se enfrentaron al Gobernador Odio. Alexandria pondrá su imaginación para recrearla.

Hay películas que pasan desapercibidas por el gran público y uno no sabe muy bien porqué. Éste es el caso de The Fall. El sueño de Alexandria (Tarsem Singh, 2006). ¿Por qué la taquilla está siempre copada de grandes superproducciones hechas en serie? me pregunto a veces y sin embargo películas como ésta quedan relegadas. Original, con unas imágenes fascinantes y una curiosa mezcla de realidad y ficción que en el cine da siempre mucho juego, The Fall aprovecha magistralmente los recursos de la fantasía. Usa los colores en beneficio de la historia: grandes brochazos de colores vivos para lo más imaginativo, blancos y negros brillantes para los recuerdos y sepias cálidos para la realidad. La preciosa música de Krishna Levy acompaña justamente a las escenas y la ambientación de vestuario y decorados es increíble.

Necesitamos cuentos, historias, necesitamos vivir otras vidas, sentir el sol ardiente del desierto y la brisa fría del mar aunque ni conozcamos el desierto, ni el mar. Quizás no es esencial, pero sí necesario. ¿Por qué rechazamos la imaginación en la edad adulta? Es curioso, parece que la imaginación sólo está destinada a la infancia, donde la fomentamos y avivamos en los niños. Pero traspasada una edad, la vamos dejando de lado, creyéndola impropia e incompatible con la madurez. No hay que ser insensatos, una roca es una roca, por más que la miremos, pero también puede ser un pedazo de meteorito del espacio exterior o provenir de una excavación arqueológica en el interior del Perú que cruzó el océano para posarse en nuestras manos. Todo es posible dentro de nosotros. No digo que la imaginación sea la panacea para alcanzar la ansiada felicidad, pero puede servir para teñir un poco el gris de nuestro alrededor, ese gris persistente e intenso que nos persigue e inunda continuamente.