Al poco comenzaron las complicaciones. En principio, pequeños detalles: la marca del pienso que comía no le gustaba demasiado, el collar le apretaba un poco... cosas fácilmente solucionables. Luego las exigencias del perro fueron mayores. Creía que por la nueva dignidad que le confería el habla, no debía hacer sus necesidades en un parque, ni aunque fuera canino. Lo de comer en el suelo tampoco le parecía bien. Fue concediendo después de escuchar los argumentos del perro, todos sus deseos. En realidad, era razonable lo que pedía. Pronto, el perro también opinaba sobre él: ¿eso te vas a poner para salir? Bueno, allá tú. Córtate el pelo, te sentará mejor. Descubrió que el animal tenía una dialéctica aplastante y con un par de razones siempre le tenía que hacer caso. Una tarde al llegar del trabajo el perro tenía mala cara viendo la televisión. Al preguntarle, le dijo que el piso le ahogaba, que necesitaba al menos una habitación para él, que no quería seguir durmiendo en una cesta en la cocina. En esa actitud, comenzaron a discutir. La discusión subió tanto de tono que el hombre prefirió encerrarse en su dormitorio tras un sonoro portazo. Tras la puerta, el perro dio un ultimátum: como no se resolviera esta situación, se iba de casa, habría muchos mejores amos que tratarían mejor a un perro como él. A los días de este hecho, no lo encontró cuando llegó a casa. No estaba ni su plato de la comida, ni su cepillo del pelo. Había una nota sobre la mesa de la cama:
Por si no lo sabías he aprendido a escribir en estos días en que me he sentido tan solo. Me voy. No me busques. Que te vaya bien. Adiós para siempre.