martes, 29 de septiembre de 2009

La alfombra persa

El encanto de la belleza estriba en su misterio; si deshacemos la trama sutil que enlaza sus elementos, se evapora toda la esencia.

Friedrich Schiller

Me sentía como una alfombra persa a su lado. Tenía la sensación de haber sido adquirida en un puesto del zoco de algún lugar lejano, donde se exige regatear y que se compra con la desconfianza de haber sido estafado. Era como una preciosa alfombra de seda, con cálidos colores y que daba un toque de distinción y exotismo a cualquier estancia de su casa. Un objeto de lujo que todos los amigos admiraban al entrar en el salón y que él se desvivía contando la anécdota de cómo, dónde y por cuánto la compró. Al principio, todo estaba dispuesto en torno a mí. Acariciaba la superficie con suavidad, disfrutaba de cada destello que el sol producía en ella y aplanaba cualquier arruga que por descuido se formara. Aunque pronto el diseño se haría repetitivo, los colores se apagarían y no casaría con los muebles nuevos. En un primer momento, por cariño, simplemente se le daría una nueva ubicación. Después quedaría arrumbada con el resto de objetos inútiles de su vida. Aún no estaba en eso, pero sé que llegaría ese instante, que se cansaría de mí, como se cansó de las otras cosas que le aburrían. Un destino marcado, un problema sin solución, porque se quedó prendado de los colores, de la simetría del dibujo, del rico tejido. Sin pararse a pensar, que una alfombra no es más que nudos y nudos atados para siempre a la urdimbre y la trama del telar. Nudos que están pero no parecen, nudos que nunca se podrán desatar.

viernes, 25 de septiembre de 2009

La nueva Yma Sumac

Ha llegado el momento
de acabar con mi corazón.
Necesito fulminar de raíz el dolor,
y cambiar lo que siento
y aprender a volar hacia el sol.
He pasado tanto frío que quiero calor.

La nueva Yma Sumac
(La Casa Azul, 2007)

Hay días que necesito una sonrisa. Y salgo a buscarla a la ciudad, a pesar de que las nubes de asfalto gris apenas dejen traspasar los rayos del sol en este cielo encapotado. Es en esos días cuando los colores huyen y los pocos que quedan son de cartón piedra o están en altos carteles inalcanzables. Todo se rodea de una neblina homogénea que me hace confundir la forma de las cosas. Y para no caer en engaño externo, ideo mi propio engaño. Una burbuja coloreada, chicle, pop, un poco tonta quizás, y desde la que veo la ciudad de rojo intenso, de azul cobalto, de verde manzana o de amarillo limón. Paseo dentro de ella, no hay dardo que la pueda pinchar, estoy seguro, protegido. Es luminosa, caleidoscópica, vibrante. Dentro puedo ver otra realidad, otras caras, otra vida. Consciente de lo irracional y momentáneo de esta situación, sonrío. Paraíso artificial, pero paraíso al fin y al cabo, pienso. En esos días, no hay nada que me pueda afectar. Sé que es casi nada pero me sirve de tanto...

En esos mismos días, siempre recurro a La Casa Azul como banda sonora que acompañe mis sonrisas. Me da mucho subidón. Y aunque no necesito excusas para escuchar el sonido efervescente de este grupo, hoy comparto La nueva Yma Sumac, una buena canción para que las sonrisas sean infinitas, al menos dentro de cada una de nuestras burbujas.


Vídeo: La Casa Azul - La nueva Yma Sumac del disco de rarezas y versiones La nueva Yma Sumac (lo que nos dejó la revolución) de 2009.

lunes, 21 de septiembre de 2009

La Garbo

Nadie aprende, nadie aspira, nadie enseña a soportar la soledad.


No llevaba ni dos días trabajando de camarero en el café cuando un compañero me dijo que atendiera a la Garbo. Señaló con desgana a la mesa del fondo donde se sentaba una pequeña anciana con un cigarrillo. Cuando me acerqué, ella, sin mirarme a los ojos, me pidió: Lo de siempre, chico. Como no me quería equivocar, me aseguré en la barra que es lo que era lo que siempre pedía la Garbo. Café solo en vaso largo con un chorrito de cointreau, coronado con nata y espolvoreado con canela. Siempre lo mismo, cada dos días. ¿Por qué la Garbo? se me ocurrió preguntar en algún momento. Ni el que llevaba más tiempo lo sabía, ya venía con el local, chaval, se rió. Puntual como un reloj, La Garbo ocupaba la misma mesa cada dos tardes salvo los fines de semana. Siempre al fondo, siempre callada, mirando por el ventanal distraída. Su largo pitillo se consumía paciente en sus dedos, dándole a la Garbo una figura verdaderamente aristocrática. Desde aquel día, yo me encargaba de atenderla. Me fascinaba observarla, e incluso refunfuñaba cuando otros clientes me molestaban con insulsos pedidos. Apenas pude sacarle unas pocas palabras. No quería hablar. Pronunciaba un perfecto castellano, alargando las sílabas finales. Vestía clásica pero elegante, un tanto raída, como venida a menos, lo que le confería un aire de otro tiempo. La Garbo podía ser igualmente marquesa, esposa de embajador, actriz de cine o escritora, siempre me lo pregunté y nunca lo supe.
Cuando me despidieron, aún regresé algunas tardes con la excusa de visitar a los compañeros, sólo para volver a deleitarme con la Garbo. Aunque inevitablemente, me fui olvidando de ella y de su solitaria figura. Un día, por casualidad, me encontré a un camarero del café. ¿Sabes qué? Se murió la Garbo. Vivía sola, la pobre. Vinieron unos familiares lejanos a preguntar si debía algo. Lo siento, sé que te gustaba esa vieja. Sonreí para disimular. Pensé todo el día en ella. Y cuando volví a casa, me preparé en su honor lo que siempre tomaba. El cointreau lo sustituí por lágrimas.

martes, 15 de septiembre de 2009

Divino

¡Cuanto olvidamos! Creemos que el tiempo es siempre nuestro tiempo. O que el tiempo fue unos cuantos nombre célebres, que conocemos y a veces olvidamos también. Como si el mundo -antes de nosotros- hubiera estado vacío, sin nadie casi.


Eres divino, querido Max, escuchaba a menudo. No era insigne, ni eminente, pero sí divino. Aunque esto es lo que oía cuando estaba presente. A sus espaldas los comentarios eran muy a menudo crueles e hirientes, algo que a Max no le importaba. Estaba orgulloso de su mala prensa, de su supuesta vida disoluta, la cual era más aburrida de lo que todos pensaban. Pero eso le daba caché y acceso a los sitios más refinados y exclusivos de Madrid, saraos y cócteles de la gente guapa, recepciones de la nobleza y demás eventos. Asiduo del Palace, delicado, esnob e insoportablemente moderno, clamaba por el histórico aburrimiento y gravedad del país. El lujo y la frivolidad, sin embargo, se esfumaron de la Gran Vía, La Croisette de Cannes o la medina de Tánger. Se acabó la decadente belle époque, los locos veinte y llegaron los años duros. Con ese mundo ya en el olvido, murió el perverso Max Moliner.

Divino (Luis Antonio de Villena, 1994) tiene un gran mérito: se sumerge en un país, en un mundo, que no existe y que nunca jamás volverá y lo hace con valentía y con tino, describiendo como decayeron conceptos que ya no suenan a nadie, como decadentismo, esteticismo, art decó, cuplé, libertinaje o music hall. Como se pasó de la bonanza y la superficialidad de los años veinte al puritanismo y miseria de los cuarenta es el tema clave de Divino, a través de la vivencia de Max Moliner, escritor galante y mundano, encerrado en un mundo que no podía pervivir con la llegada de los fascismos, la Guerra Civil Española o la Segunda Guerra Mundial. Decora su vida con encuentros con personajes reales de aquel momento, como Dalí y Gala, Tórtola Valencia, Antonio de Hoyos y Vinent, Luis Escobar o Jean Cocteau. He leído que Villena se inspiró en Álvaro Retana para crear a su Max, personaje de vida interesantísima, pionero de la modernidad en un país que no estaba preparado para ello. El propio Luis Antonio de Villena, del que nunca había leído nada antes (salvo algún poema) parece un buscador profesional de vidas, intelectual atípico y perfecto asistente del mundillo literario. Esto, por supuesto, no es más que una suposición por mi parte, quizá no alejada de aquellas que recibía Max Moliner y que engordaban su leyenda negra. Probablemente igual de injusta. Aunque quizá fuese eso lo que me hizo leer este libro.

jueves, 10 de septiembre de 2009

A ciegas

No es una historia sobre Portugal o Canadá o Brasil, es una historia sobre la humanidad y la naturaleza humana, que debe generar muchas preguntas pero no dar ninguna respuesta.


Estoy ciego. No veo nada. Ha ocurrido de repente. Sin porqués, sin causas, casi sin notarlo. Inundado en una bruma blanca, que lo envuelve todo y que convirtió las formas de las cosas en blanco. Un blanco inmaculado, un blanco infinito. Y ese mero hecho, pequeño, como pequeños son mis ojos, fue la peor desgracia de la humanidad. No bolas de fuego caídas del cielo, ni grietas insondables en la tierra, sólo ojos ciegos, vacíos, estancos, sin comunicación. No damos valor a lo cotidiano, por insignificante y por cansino, por cercano, pero cuando lo perdemos asistimos a un reencuentro: el del nuestro yo con el mundo, el del conocimiento. Y tiramos del instinto más atrofiado. El que no usamos porque nosotros, los hombres, nos creemos una raza singular tocada por la mano de Dios. Pero basta lo más mínimo, la escasez de algo sencillo para que el mundo sucumba a la mayor y más contagiosa ceguera.

Un hombre (Yusuke Iseya) en un coche frente al semáforo de repente se queda sin vista. Tras la primera impresión acude a un oftalmólogo (Mark Ruffalo) que revisa sus ojos sin encontrar nada. Todo parece correcto. Pero al día siguiente el oftalmólogo queda también ciego y se inicia una particular epidemia muy contagiosa. Las instituciones públicas, al desconocer las causas que producen el contagio, deciden recluir a los ciegos como medida de cuarentena en un psiquiátrico abandonado. Pero todos no son ciegos, la mujer del oftalmólogo (Julianne Moore), sin saber porqué, ve y acompaña a su marido en el encierro. Ella será sus ojos en un primer momento y posteriormente los del resto. Cada vez son más los que llegan, sin noticias del mundo y sin las mínimas condiciones. Tienen que organizarse para vivir, pero no todo el mundo quiere acatarlo. Fuera, la situación no es mucho mejor. La epidemia se extiende y no hay forma de pararla.

No es fácil hacer la adaptación al cine de un libro. Son lenguajes diferentes. Pero si encima es un libro como Ensayo sobre la ceguera (José Saramago, 1995), además de difícil, es un reto. Por eso creo que la película A ciegas (Fernando Meirelles, 2008) no tuvo críticas entusiastas. Los que leyeron el libro inevitablemente compararon ambos y los que no, supusieron que una película no podría estar a la altura de ese libro, éxito de ventas y aclamado por la crítica. Y es que es una tarea monumental crear en imágenes el efecto de la ceguera. Pero esta ceguera es muy simbólica, representa lo desconocido, lo contagioso, lo inevitable, la gran pandemia que puede acabar con una maltrecha civilización. La enfermedad que despoja al ser humano precisamente su humanidad y que lo arrumba a su condición de animal que lucha por la supervivencia. Por eso es una película cruda, como lo es el libro y que se encarga de crear en el espectador la sensación de despojado, de lucha extrema. El problema de la película es quizá la falta de valentía a la hora de mostrar al público los rigores de ese mundo apocalíptico y que en la novela se cuentan detalladamente. Pero en cualquier caso, evitando comparaciones, A ciegas es una película interesante, en el fondo y en la forma, iluminada de todos los matices del gris, para no caer en el negro absoluto de la historia que cuenta. Y que termina con un sol cegador.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Mentiras y más mentiras

De vez en cuando di la verdad para que te crean cuando mientes.

Jules Renard

No podía dormir. Daba vueltas a la cama sin conseguirlo. Su marido masculló que qué carajo le pasaba y ella, por no molestar más, le dijo que nada. Pero se encontraba inquieta por algo que le había sucedido por la tarde. Una nimiedad, en realidad, en cualquier otro momento le hubiera dado lo mismo, pero esta vez, sin saber porqué, le había afectado.
Hoy, como de costumbre, tomaba algo con sus amigas en una cafetería del centro. En plena cháchara intrascendente, vio que el hombre que estaba en la mesa de enfrente era un antiguo compañero de instituto. No eran íntimos, pero se pasó todo el último curso sentado a su lado en clase, era simpático y se llevaban bien. Sin embargo, el recuerdo de aquel chaval difería tanto de ese hombre que no sabía con seguridad si era él o no. Le observó furtivamente. La mirada perdida hacia la calle, dos coñacs casi seguidos, un jersey raído sobre una incipiente barriga, barba descuidada, olor a soledad. El digno retrato del fracaso. Decidió hacerse la tonta y no saludar. Pero cuando ya salían, él la paró.

-Hola, Lucía, ¿te acuerdas de mí? Soy Miguel, del instituto.
-Claro, Miguel, cuanto tiempo, no te había visto. ¿Cómo te va la vida?

No le interesaba lo más mínimo saberlo, pero la mentira cortés se impone en estos casos. Miguel empezó a contarle un rosario de calamidades que culminaron con la muerte de su mujer hacía pocos meses. Lucía escuchaba con una sonrisa congelada y asentía hipócritamente a pesar de que era un hombre que pedía ayuda a gritos. Quizá sólo necesita que lo escuchen, parece muy solo, pensó, sin embargo, cuando le tocó su turno, Lucía lo ventiló rápido, con generalidades. Todos bien, gracias a Dios. Me casé, tengo una niña. Lacónica y cortante, evitaba que el encuentro se alargara más de la cuenta. Y cuando él le preguntó si iba mucho por ahí, ella mintió descaradamente. Para evitar un silencio incómodo, volvió a mentir diciendo que tenía prisa. Miguel se despidió sinceramente con un "Me alegro de haberte visto" y Lucía respondió "Igualmente". Nunca dos frases que significaran lo mismo fueron tan opuestas.