viernes, 27 de mayo de 2011

Sol de Justicia

Defenderemos nuestra isla, cueste lo que cueste. Lucharemos en las playas, lucharemos en los lugares de desembarco, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en los montes. No nos rendiremos jamás. […] y les romperemos las cabezas con botellas de soda porque no tenemos armas.

Winston Churchill (1940, exhortación ante la batalla de Inglaterra en la II Guerra Mundial)

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Barra de bar, dos cervezas, dos hombres de mediana edad hablan:

- ¿Has visto la que hay montada en la Puerta del Sol?

- Menuda panda esos de Sol. Mucha democracia y mucho cuento es lo que tienen. Los querría ver yo en nuestra época. Las cosas están mal, eso se sabe, y lo que hay que hacer es trabajar para mejorarlas. Unos vagos, te lo digo yo.

- Bueno, es verdad, hay mucha crisis y eso a quien más afecta es a los jóvenes. Lo sé por mis hijos.

- Pero no compares a tus hijos con los desarrapados de Sol. Tus hijos tienen estudios, son gente educada, no van a tener problemas para encontrar trabajo. Además, enseguida que cambien el gobierno, la situación pasará. Lo que no sé es como se permite que acampen ahí, en pleno centro, donde todas las familias pasean. Ahora ni se podrá pasar por ahí. ¿Quién se creen para darse ese permiso?

- ¿Crees que la policía debería desalojarlos? Son muchos…

- Claro, la policía está para cumplir la ley. No van a ser ellos menos que nadie. Indignados, indignados, más indignado estoy yo con ellos. Y además, ¿qué piden? ¿que vayamos todos a la comuna? ¿qué piden?

Se dirige al camarero que estaba escuchando la conversación y le hace la misma pregunta. Él piensa para sí: No piden nada, exigen justicia. Pero se hace el mudo y se va a ordenar algo en la cocina sin contestar.

Hay en un momento en la vida que tienes que saltar indignado por las cosas que realmente importan. Igual no te tocan directamente a ti, pero escuchas cada día historias dramáticas e incluso trágicas de personas que te rodean y piensas que, en algún momento futuro, podrías ser tú quien estuviera contándoselo a otra persona. A veces nos escudamos en la palabra mágica “crisis” que lo explica todo, pero otras veces necesitamos explicaciones. Creo que eso ha pasado en la Puerta del Sol de Madrid. Mucha indignación acumulada que se ha derramado en forma de acampada. Ahora llega el momento de las propuestas. Da gusto ver a personas proponiendo soluciones e ideas en plena calle. Gente de todo tipo y condición, como las que nos cruzaríamos por la calle sin darnos cuenta de que están y que se esmeran en hablar al resto. Otra cosa diferente es que los que gobiernan, representantes del pueblo para más señas, reciban, debatan y aprueben o denieguen estas propuestas. Pero al menos, da la satisfacción de comprobar que no todo está perdido, que hay gente que bajo su apariencia cotidiana, tiene iniciativa y arrojo para cambiar algo. Eso me reconforta, al menos eso. Sé que es poco y que las revoluciones no surgen de esta manera. Quizá sea sólo una pequeña gota de agua en un océano, pero es nuestra gota y tenemos derecho a exponerla con indignación y respeto.

martes, 17 de mayo de 2011

Madame Mao

Yo era el perro enojado de Mao. A quien él dijese que había que morder, yo le mordía.

Jiang Qing

Madame Mao

La noche antes del juicio pensó en Mao. Sabía que el día siguiente iba a ser muy duro. Conocía el sistema mejor que nadie. Retransmitirían el juicio a toda la nación para que la humillación fuese mayor y el castigo asustara a todo el pueblo. Así sabrían de lo que es capaz la Gran República Popular. ¿Contrarrevolucionaria? Aún no lo podía creer. Ella había sido alabada como madre de la Revolución Cultural, el apoyo de Mao, la cara visible de las mujeres chinas. Hoy, sin embargo, todo ha cambiado. La nueva China que diseñamos no se parecía a ésta. El comunismo ya no lucía en los carteles exhortando a los ciudadanos. Ahora sólo se usa cínicamente el retrato oficial de Mao, cuando todos sus sucesores han traicionado su espíritu. Pensó en el aburguesamiento de los actuales líderes, en el ansia de poder, en los años dorados, pero nada de eso podía salvarla ya. No se decidía en si defenderse fieramente o adoptar un profundo silencio, resignándose a un castigo ya dictado de antemano. La Revolución Cultural había fracasado, el Gran Salto Adelante se había convertido en un nuevo paso atrás. Ahora su vida no valía nada. Estaba preparada.

Jiang Qing fue la cuarta y última esposa de Mao Zedong. Encarnó el ideal de mujer maoísta y fue líder e ideóloga de la Revolución Cultural China. Era la compañera perfecta y la camarada leal. A la muerte del Gran Timonel, sirvió de chivo expiatorio por el ala más reformista del Partido Comunista Chino, que en ese momento ascendió al poder. Después de décadas de culto a la persona de Mao era imposible revertir sus consecuencias y se detuvo, encarceló y enjuició a sus más fieles colaboradores. Se les llamó la Banda de los Cuatro y Jiang Qing estaba entre ellos. Como forma de escarmiento público, el juicio, con cargos de intento de golpe de estado y de contrarrevolución, se retransmitió en la televisión pública. Madame Mao, como en Occidente se la denominaba despectivamente, se mantuvo impertérrita ante las acusaciones y decidió defenderse a sí misma en un juicio que ya estaba decidido de antemano. Fue condenada a muerte, por supuesto, aunque su pena se conmutó por cadena perpetua, como signo de la misericordia de la República Popular. Murió el 14 de mayo de 1991, hace ahora veinte años. El régimen informó de su suicidio, un final supuestamente expiatorio para una mujer que construyó la faceta más renovadora (y a la vez sangrienta y censora) de la China comunista. Vivió las dos caras del poder en su persona y pagó su osadía.

Ayer se cumplió el 45 aniversario del inicio de la Revolución Cultural China. Cuando me sumerjo en la Historia, siempre termino llegando a la conclusión que los grandes acontecimientos siempre traen aparejadas pequeñas historias personales como ésta, que tienen el mismo interés, al menos,  que las más grandes hazañas y las más terribles desgracias.

jueves, 12 de mayo de 2011

Muy corto, dijo ella

Todos los cambios, aun los más ansiados, llevan consigo cierta melancolía.

Anatole France

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No se encontraba bien a la salida del trabajo. Pensó que sería un constipado incipiente y se fue a casa a descansar, casi sin hablar con nadie. Cenó ligero y se metió en la cama. Al día siguiente estaba igual. Dolor de cabeza, ojos irritados, brazos pesados. Y decidió no ir a trabajar a ver si se le pasaba. Pasó el día vagueando, viendo fotos antiguas mientras echaban cualquier cosa en la televisión. No tenía fiebre, el dolor de cabeza era muy leve, pero sentía un malestar que le rondaba por todo el cuerpo. Al otro día, seguía igual. Decidió ir al médico, que sin mucho afán le recetó unos analgésicos. Fue inmediatamente a la farmacia, los compró y en el camino a su casa, se fijó en una peluquería. No había nadie, sólo una chica barriendo el suelo. Sin pensárselo dos veces, entró, saludó, y con una sonrisa de alivio dijo: córtame el pelo. La chica, con sorpresa por tener algo que hacer, le preguntó: ¿cómo de corto? Muy corto, dijo ella. Y casi cerró los ojos cuando le fueron cayendo en sus hombros los mechones largos de pelo. Cuando terminó allí, volvió a casa, se miró en el espejo del recibidor y se echó en el sofá. Durmió casi toda la mañana. Cuando se levantó, se encontraba de pronto bien. No tomó ni un analgésico.

Hacía mucho que quería hacerlo, pero es de esas cosas que siempre dejo por falta de tiempo o simplemente por dejadez propia. Pero hoy estaba animado y creo que es un día bonito para cambiar. Sin ninguna razón especial. Así que, experimentando un poco, os presento el nuevo look de Capri c’est fini. Cambiamos el envase pero el producto sigue siendo el mismo. Ahora MÁS y MEJOR.

Imagen: La túnica rosa (Tamara de Lempicka, 1927, colección particular)

sábado, 7 de mayo de 2011

El insensible

Colocó su taza en la pequeña mesa de mármol. Miró a la gente de fuera; parecían felices, reuniéndose en mitad de la calle, gritando, riendo, peleando por nada. Pero no podía sentir el sabor, no podía sentir. En el salón de té, entre las mesas y los parlanchines camareros, el terrible temor se apoderó de él… no podía sentir.

La señora Dalloway (Virginia Woolf, 1925)

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Apenas se dio cuenta de cómo sucedió. Empezó como un resfriado. Comenzó a tener la nariz atascada. Tenían que ser olores muy fuertes para sentirlos. Pronto su olfato entró en una neblina. Todo le olía gris. El guiso de mediodía, la flores del parque, los contenedores de basura, la lluvia en el asfalto. Prefirió no asustarse, el olfato es un sentido animal, no me hace falta. Pero pronto, no necesitó la sal. Casi mejor, pensó, no es buena para la salud. Pero los alimentos se estaban convirtiendo en su boca en una especie de papilla insípida. Sentado en la barra de un bar, un día, pidió un café y le supo a corcho. Ni siquiera abrió el sobre de azúcar. Un líquido caliente irreconocible bajaba por su garganta, por eso dejó el café a medio tomar. Pensó en las ventajas de no querer comer y siguió su camino. A los pocos días, en su cuarto, echado en la cama, de repente escuchó un sonido agudo y tras él, un silencio. Abrumador. Operístico. No escuchaba la habitual cháchara de su vecina hablando por teléfono junto a la ventana, ni al perro que solía ladrar a lo lejos. No escuchaba el chisporroteo del fluorescente al encenderse. Empezó a preocuparse y nadie parecía saber que es lo que le estaba pasando. Quizá a nadie le importaba realmente. Un día conoció a una chica y sintió un vuelco al corazón, por fin, un sentimiento. Prometía ser una historia importante. Ella le sonreía y él le devolvía media sonrisa, para hacerse el interesante. No la oía, claro está, pero sabía que era ella. A los días, como imanes, las miradas se fueron acercando, los cuerpos le siguieron obedientes y los labios irremediablemente se unieron en un beso. No sintió nada. Era como si un trozo de carne se pegara a su boca. Cerró los ojos y se desmayó.