
lunes, 31 de agosto de 2009
El imán

jueves, 27 de agosto de 2009
Cándido o el optimismo
El joven Cándido escuchaba atentamente al sabio Pangloss. Sus palabras tenían sentido: Estando todo hecho para un fin, todo lleva necesariamente hacia el fin mejor. En su interior, un optimismo vital brotaba. Vivía feliz en el castillo de Thunder-ten-tronck, en Westfalia, al amparo del barón. No podía existir un lugar más agraciado. Su corazón estaba lleno de amor hacia Cunegunda, la hija de su señor. No había razones para pensar que algo podía torcerse.
El viejo Cándido trabajaba en su huerto de Constantinopla. Era una labor dura pero satisfactoria. Cultivaba cidras y pistachos con los que se hacían deliciosos dulces. Parecía escuchar las palabras del sabio Pangloss que decían que el hombre no había nacido para el ocio. En su casa le esperaba Cunegunda, otrora doncella de encendidos colores y ahora mujer desdentada, calva y fea, aunque de sangre noble. Al acabar el día, fue recordando los muchos y crudos avatares de su vida: prisionero de los búlgaros, naufrago, superviviente del terremoto de Lisboa, azotado por la Inquisición, perseguido por los jesuitas guaraníes, invitado del señor de Eldorado, engañado por los holandeses de Surinam, timado en Francia y perdido en Venecia. Aunque finalmente encontró el sosiego en tierras turcas. Lo importante era, sin duda, el final.
El optimismo no tiene que ver con el mundo exterior. Podemos padecer sufrimientos, vivir guerras, hambrunas, injusticias, persecuciones pero nunca pensaremos que esa es la regla general. Ese optimismo elegido es interno, propio y decidido a creer que lo mejor está por llegar. Al menos esto es lo que pensaba Cándido (Voltaire, 1759) y por más desgracias que le acontecían, era animoso seguidor de la filosofía del optimismo de Pangloss, discípulo de Leibniz. Voltaire al final de su vida escribió este relato repleto de sátira y humor para condenar el optimismo iluso, el que cree que vivimos en el mejor de los mundos y que todo lo que ocurre tiene un final feliz. Un libro divertido, pero también un catálogo de los horrores que una persona podía vivir en el siglo XVIII. Reconforta, al menos, pensar que no vivimos en el peor de los mundos, tampoco en el mejor y que todo puede mejorar pero también empeorar. Las causas de todos los cambios son tan variadas que normalmente se escapan de nuestro conocimiento. No hay que vencerse al pesimismo, porque nos conduce a la amargura, pero tampoco dejarse seducir por el optimismo, salvo que queramos la vida del pobre Cándido.
domingo, 23 de agosto de 2009
La importancia de los objetos

En esa casa tenía todos mis recuerdos. Habíamos invertido años de nuestra vida comprando cosas hasta que todo estuviera en su sitio. Sabía porqué fue esa cama y no otra la que elegimos, sabía dónde había comprado cada libro, cada cuadro, cada cojín. Todo tenía sentido. Me regocijaba poniéndome a prueba, a manera de juego, recordando precios, descuentos, rebajas e incluso fechas de adquisición. Exhibía orgulloso baratijas exóticas sacadas de un mercado lejano, legados familiares, gangas encontradas. Disfrutábamos de esa estabilidad que produce poseer objetos, por más que no existiera ninguno de extraordinario valor. Pero en el momento en que abandoné esa casa, los recuerdos se quedaron allí, alojados en el interior de dichos objetos. No me siguieron porque ya no los merecía. Me volví todo lo austero y parco que pude. Seguía comprando, claro está, la vida lo exige. Sin embargo, los nuevos objetos no servían de reemplazo de los antiguos, ni los quería, ni estaba dispuesto a aceptarlos. Los almacenaba como trastos inútiles y procuraba olvidar cualquier detalle sobre cómo, dónde y porqué aparecieron. Me resisto a encariñarme con nada, busco la vía fácil, ermitaño, frugal, simple. Mi existencia se quedó en esa casa, voluntariamente fue así. Quedó en sus cosas, en cada adorno de sus estanterías, en cada mueble. Ahora, de prestado, sufro una especie de reflejo de vida, de piso alquilado, de objetos que yo no puse allí, que no me pertenecen.
Imagen: Bodegón con cacharros de Francisco de Zurbarán (c. 1660, Museo del Prado, Madrid).
lunes, 17 de agosto de 2009
Woodstock
David Fricke
Venía de la compra en coche. Se había aprovisionado para la visita de su hijo, su nuera y sus nietos. Se paró en un semáforo. Encendió la radio. My Generation de The Who. Y asintió satisfecha. Recordó la fecha en la que estaba. Cerró los ojos. En los últimos sones de la canción, el locutor dijo que la dedicaba a aquellos locos de la era de Acuario cuarenta años después. Se miró en el espejo retrovisor. Sus ojos habían perdido brillo, los rodeaban profundas arrugas. Pero cada vez que escuchaba esa canción se veía con veinte años, con su melena rubia decorada con flores y un vestido ancho que le gustaba mucho. Y recordaba, sin tener que mencionarlo la radio o la televisión, el barrizal de Woodstock, la gente apretada en los conciertos, la música, sus amigos. Pero sabía que poco quedaba de aquella chica cuarenta años más tarde, poco más que un recuerdo, como poco quedaba de aquel mundo inocente que aún creía en el cambio. El mundo que los jóvenes moverían hacia la paz, donde el amor sería la divisa. Ideas que ahora sonrojarían incluso a los niños y que aquella chica en su momento las convirtió en su credo. Y de repente, el coche de atrás la sacó de su recuerdo con un hosco claxon que le indicaba que el semáforo ya se había puesto. Paz y amor, pensó. Sonrió y siguió su camino a casa.
Este blog sesentófilo, melómano y amante de los lugares que fueron y desaparecieron, no podía pasar el cuarenta aniversario del festival de Woodstock, momento clave no sólo en la música de final del siglo XX sino en su historia en general. Porque Woodstock unió a toda una generación que creyó en utopías en las que ya nadie cree y porque el festival puso punto y final a una década prodigiosa. Transcurrió en una granja en Bethel (Estado de Nueva York) entre el 15 y el 18 de agosto de 1969 y congregó a medio millón de personas, cuando sólo se esperaban unos 60.000. Más allá de él, muchas cosas cambiaron, porque no hay nada duradero en este mundo, y los hippies de Woodstock se reconvirtieron y se diluyeron. Cuarenta años después se alzan algunas voces críticas diciendo que se ha creado un mito falso alrededor del festival. Puede ser, porque los que no vivimos un hecho histórico tendemos a exagerarlo. En cualquier caso, sea un hito o un simple concierto, la memoria de Woodstock permanecerá como el fin de la efímera era hippy en el mundo.
miércoles, 12 de agosto de 2009
Todas las playas de mi vida

No sé como nadie aquí puede trabajar o estudiar, ni siquiera concentrarse. Yo no podría — me dijo socarronamente, untándose crema solar. Era un comentario muy habitual de la gente que vivía en el interior y que venía a la costa únicamente de vacaciones. Se tumbó en la toalla y empezó a contarme las novedades de su vida desde la última vez que nos habíamos visto. Al principio le seguía, pero cuando yo también me tumbé, dejé de hacerlo. Y mi cabeza empezó a recordar todas las playas en las que había sido feliz. Ésta misma, en pleno verano, con la arena ardiendo bajo mis pies, llena de sombrillas los fines de semana. Ésta, con el sol dominador abrasando los inútiles cuerpos. Echado en una tumbona o en una toalla, buscando sombra, o refrescándome en la orilla con la espuma del mar recorriendo mis muslos. Aquella en la que, de niño, buscaba conchas para guardar en un cubo. La playa de los castillos, de las cometas y los chapuzones. Ésta y otras playas al atardecer, cuando empieza a enfriarse, cuando la gente se marcha ordenadamente y las gaviotas vuelan bajo. Descalzo por la arena fría de la noche, cuando se vuelve misteriosa, con el rumor de las olas lamiendo mis orejas. Y no sólo en verano, también en la triste playa del invierno, brumosa y caminada. O en la primaveral que despierta a los rayos solares. Una sola playa bastaba, aunque sean mil en una, para hacerme feliz entonces. Hoy, la vida me entretiene demasiado para serlo. Pero aquel día, mientras yo asentía mecánicamente a mi amigo, volví a ser feliz. En la playa.
jueves, 6 de agosto de 2009
Cuerpos
El amor no se manifiesta en el deseo de acostarse con alguien (este deseo se produce en relación con una cantidad innumerable de mujeres), sino en el deseo de dormir junto a alguien (este deseo se produce en relación con una única mujer).
Cuerpos y más cuerpos. Cuerpos, levedad, cuerpos sin mentes, sin cargas, volátiles como plumas. Sin pasaportes, cuerpos sin amarras como globos que ascienden a las nubes. Colecciono cuerpos. Es lo único que sana esta eterna enfermedad que se agrava por las noches. Busco con desesperación, cazo. Tan acuciante es mi mal, que a veces no distingo hombre de mujer, ni joven o viejo, ni esbelto o desgarbado. Da igual. Sólo son cuerpos urgentes, como el antídoto del veneno, que me calma momentáneamente pero no me termina de curar. Cuerpos que vienen y se van, sin mayor retorno, que comprenden su comienzo y su fin. Como el círculo del que nunca salgo, del que no puedo salir y me lleva, errante, cuerpo tras cuerpo, en una infinita cadencia. Ya ni pongo excusas, porque no hay remedio para mí. Sé que está grabado como un tatuaje sobre mi piel, al que tengo que ver cada mañana frente al espejo. No sirve de nada la lamentación, sólo me resta tiempo para la búsqueda. Miro a las personas que pasean por la calle y me parecen extrañas, diferentes, inmersas en una realidad que no comprendo. Pero disimulo todo el tiempo, petrificando mi cara en una mueca agradable, para no asustar, para no ser descubierto. Y busco, busco con desvelo el cuerpo que pare esta agonía. Pero todos son casquillos vacíos. Cuerpos sin boca. Sombra de cuerpos. Sin nombre, sin alma.