
Llueve, todo el fin de semana ha llovido. Las gotas incansables tamborilean los cristales de mi casa como un murmullo lejano que me llama a mirar a través de las ventanas. El cielo pintado de gris, rugiente, con nubes negras que indican que no parará de llover de momento. En esta situación, nunca puedo resistirme a sacar una mano por la ventana y dejar que se empape de agua de lluvia. Un manía tonta, pero siempre lo hago. Dejarse seducir por la lluvia es un tópico muy visto, lo sé, pero siempre me ha atraído irremediablemente. Los colores cambian con ella, la luz se vuelve taciturna, la tierra se moja y cuando deja de llover la vida le resurge a borbotones. Agua, que igual que es destructora, me inspira, me hace pensar, aunque nunca queda fruto de esa inspiración porque el hechizo de la lluvia desaparece instantáneamente cuando deja de llover. Podría hacer una relación infinita de evocaciones de la lluvia: los prados verdes, las montañas azotadas, la playa mojada, pero no sería nada original. Hoy lleva todo el día, son las fechas. He resistido al magnetismo triste de la lluvia y me siento contento.
No sólo quiero decir que llueve, que entra dentro de lo normal, sino que desde que se hundió Capri en las aguas de Mediterráneo y acabó para mí, los cielos suelen ser grises al otro lado de mi ventana, aunque a veces surgen rayos fugaces de sol que calientan mi cuarto. He recibido un premio Corazón salvaje de mi querida Lula Fortune, acompañados de unas palabras preciosas dedicadas a mí. No puedo olvidar dejar constancia de este amable gesto y darle las gracias por su afecto y fidelidad a esta isla inhóspita. Por eso, luzco ese corazón orgulloso, junto al mío y le dedico esta canción lluviosa que siempre me hace sonreír en tardes como hoy.