
Vídeo: Christina Rosenvinge - La distancia adecuada (2008).
Vídeo: Christina Rosenvinge - La distancia adecuada (2008).
Lanzan su brazo y alcanza a su vecina, que a su vez alcanza a otra y otra más. No sólo alargan un único brazo, sino miles de ellos, todos los posibles. Fuertemente agarradas, como un todo, como hormigas voraces unidas por el grano de maíz perdido en el suelo. Cada una ubicada en un sitio, en el cual nació, que por azar o disposición, infunde impulsos eléctricos a su alrededor. Electricidad que se convertirá en ideas, en argumentos, en rabia, en sentimientos, incluso en estupidez. Electricidad que será abrazos y besos o insultos e injurias, según el momento. La red es tan amplia y complicada como la vida misma, en la que te puedes encontrarte relaciones intensas o meramente superficiales, personas a las que se conoce como a uno mismo y gente de paso. Las relaciones neuronales como vitales pueden ser tan complejas o simples como cada cual quiera. Hay ideas y personas inevitables y otras a las que accedes después de años de esfuerzo. Gente y pensamientos brillantes y rutina ramplona. Neuronas pegadas a la vida y vida imposible sin neuronas. Un sistema dentro de otro, millones de conexiones a la vez, amor y odio, paz y dolor. Eso sin contar el misterio que supone su conocimiento, como enigma inexpugnable, donde las relaciones humanas y las conexiones neuronales no pueden ser entendidas. Y por más que batallones de batas blancas las estudien, las unas y las otras siempre seguirán siendo ocultas. Así debe ser.
-Yo, yo, yo, yo, yo pienso, yo creo, yo opino, según mi propia experiencia...
-Pero ¿quién eres tú? No, no, no, más bien yo, porque yo he estudiado, yo he leído, yo creo y opino.
-Tu visión no es la real, yo he estado con ellos y ellos me consideran de confianza. No tienes ni idea de lo que trata.
-Tú y tú, hablemos de ellos, porque tu percepción está demasiado viciada por la cercanía. Hay que distanciarse de una realidad para analizarla.
-¿Qué yo? Pues tú y los tuyos no estáis interesados en llegar a un acuerdo.
-Nosotros estamos siempre abiertos al diálogo, pero no a cualquier precio y tú lo sabes.
-Sí, sí, no me hables de diálogo, porque ponéis tantas condiciones que es imposible ponerse a hablar con vosotros.
-No puedo creer que me acuses de eso. ¿Yo? Pues tú, tú y tú...
-Tú más, tú más...
Serénense, no podemos seguir discutiendo de esta manera. Aquí se acaba el debate.
¿Hay alguna manera de llegar a un acuerdo?¿Podemos creer en el consenso?¿Lo que está en juego siempre está teñido de intereses egoístas?
Hacía meses que deambulaba por el mar en mi barca cargada de recuerdos de Capri. Solitaria travesía que buscaba una nueva isla donde comenzar nuevamente. Y así pasaba las horas, de calma o de temporal, sujetándome a la mojada madera de la barca. Sin embargo llegó un día, en que me desperté y no sentí el vaivén de las olas meciendo mi barca. Extrañado, comprobé como la quilla se había encallado en la arenosa orilla de una isla desconocida. Cual conquistador bajé a explorar. Día soleado, árboles frondosos, larga playa de arena cristalina y sin señales de vida humana. La llegada puso luz a mi errante rumbo. Desembarqué esperanzado. Podría ser esta la isla que reemplazara mi antiguo hogar, hoy muerto y enterrado bajo las aguas del mar. Antes de crearme vanas ilusiones, tengo que explorar el terreno. Puedo encontrarme con crueles caníbales, con alimañas peligrosas, con frutos venenosos. Aún así, todo parece plácido y tranquilo. Pero que esto no me engañe. Tengo que ser cauto y sigiloso. Saqué la barca del agua para resguardar mi única posesión. Antes de adentrarme en la maraña que supone el bosque, decidí bautizar esta nueva isla: Isla Aparecida, Bellazona, Punto Incógnito... Cualquiera servía. Agarré un palo de madera seco que tomaba el sol y le até una de mis viejas camisetas a modo de bandera. Lo hinqué con fuerza en la arena, todo lo más profundo que pude. Desde hoy serás Puerto Esperanza, haz honor a tu nombre.
Ha habido un cambio de rumbo y de ciudad en mi vida y aún estoy habituándome e instalándome, por eso he descuidado algo esta página con tanto barullo de ir y venir. Pero no quiero abandonarla, así que poco a poco iré sacando tiempo para ordenar mis ideas y escribir. Gracias a todos los que seguís y apoyáis mi viaje.
Hay símbolos que parece que van a durar eternamente, hasta que llega un día en que se resquebrajan y caen, y con él todo lo que significaban. El muro no sólo separaba una ciudad, sino dos mundos que estaban condenados a no entenderse, pero que podían hacerlo. El hormigón, el alambre de espino, los guardias resguardaban el infierno con su enfadado semblante. Era una división hecha pared, roca contra la que se enfrentaban los atrevidos, hierro que supuso frío y muerte. Muchos nacieron con su furioso ceño vigilante, por eso es normal que no creyeran que se podía vivir sin él. Muchos tiñeron de sangre sus paredes. Muchos soñaron con que se desmoronaba y pudieron comprobar como ese sueño se hacía realidad. Supongo que hubo también quien quería verse atrapado bajo la sombra del muro. Pero por fin llegó el día deseado, en que la sinrazón no se soportaba más, que los cimientos cedieron ante los gritos y se cambiaron alambradas por abrazos. Ese día no fue el fin definitivo del muro. Ya no existe físicamente, pero sí en el interior de las personas. Berlineses o no, cada día hay que luchar contra el muro que alzamos, contra el que nos separa, que nos divide, que nos acribilla.
Noche fría de noviembre en Berlín, picos, mazas, martillos y piquetas acabaron con los más de 28 años de vergüenza del muro. Una noche feliz de reconciliación entre los mismos berlineses que fueron durante esos años enemigos irreconciliables. Miles de personas consiguieron traspasar su férrea guardia y unos 200 murieron intentándolo. Tras su caída, el Telón de Acero fue oxidándose y sus países como piezas de dominó terminaron por caer. 20 años después, su recuerdo sigue presente en muchos otros muros construidos o que se planean construir, que intentan contener lo incontenible: el ansia del ser humano por vivir, por escapar, por alcanzar una libertad pisoteada por la mente perversa del poder. Hoy aún existen muros visibles e invisibles ante nuestros ojos. Muros que deben caer, muros que tenemos que derribar.
Miro el reloj. Mierda, llego tarde. Lo vuelvo a mirar incrédulo. No puede ser. Acelero el paso al mismo tiempo que se me acelera el corazón. Miro como mis pies avanzan cada vez más rápido. Noto que se va formando una gota de sudor en la frente, que por su propio peso caerá rondando por la sien antes de explotar. No puedo andar más rápido sin echar a correr. La prisa me devora. Mis mejillas se encienden. Por un instante, desearía que se parara la vida apenas 5 minutos y así no tener que recurrir a las burdas excusas para justificar mi retraso. Pienso qué decir, vamos, pero no se me ocurre nada convincente. Nunca sé en que me entretengo cuando llego tarde. Suelo procurar ir con tiempo a los citas, pero luego todo se complica y el tiempo es más corto de lo que debería. Hoy he ajustado demasiado. Eso ha sido. Vuelvo a mirar el reloj por si me he equivocado leyendo la hora, pero no. Es tarde, religiosamente tarde. Y volverá a pasar que me miren con cara de decepción, como perdonándome la vida. Contarán cada minuto retrasado y suspirarán pensando que por llegar tarde soy un desastre. Sigo mi contrarreloj particular esquivando a la gente que obstaculiza mi camino. Quién pudiera pasear con tranquilidad. Hace un día precioso para hacerlo. Mi meta está cerca, casi la puedo ver. No quiero ni mirar más el reloj. Hago un último esfuerzo para que no se note el tiempo que lleva esperándote. Antes de cruzar la esquina, me freno, me sosiego. Y aparezco, como si saliera a escena. Pongo mi mejor cara de niño bueno y digo la única frase de la función: Lo siento, ¿llevas esperando mucho?
Un día escuchó decir que quien entiende el arte, entiende la vida y como no conocía nada de arte, se preocupó. Así que decidió aprender arte, pero era una tarea muy ardua, porque no sabía ni por donde empezar. Humilde como era, pensó que debía aprender lo básico para ir subiendo de nivel. Y se compró una guía sobre entender el arte. En ella descubrió conceptos y nociones muy interesantes pero aconsejaba que lo idóneo era la observación directa de la obra de arte. Así el fin de semana se fue al museo, decidido a comprenderlo todo. Como no se decidía entre estilos y épocas, recordó que su guía indicaba que quien entendiera el arte contemporáneo, entendería cualquier tipo de arte. Con su mochila, su libreta y su bolígrafo, fue a la última sala del museo. Eligió un cuadro, no porque le inspirara especialmente, sino porque estaba justo enfrente de un mullido sillón. Abrió su libreta dispuesto a anotar cuantas sensaciones tuviera. Lo observó por largo rato. Era grande, de vivos colores, geométrico. Pero enseguida una pareja le obstruyó la visión. Charlaban. Ella dijo: Se parece al primer Kandinski. Y como no sabía quien era el primer Kandinski, lo apuntó. Él le contestó: intenta imitar el suprematismo, pero no lo consigue. Como ambos asintieron convencidos, también escribió que tenía que buscar aquello del suprematismo. En eso estaba, cuando llegó un guía con un grupo de turistas. Pensó que esa era la solución y escuchó muy atento la explicación. Anotó términos desconocidos como abstracción, expresionismo, vanguardia, postmodernismo y una larga lista de neos. Siguió allí y llegó a olvidarse del cuadro, para captar todos los comentarios que suscitaba. Esto no es arte, cualquiera lo puede hacer, decían algunos por lo bajo, ¡qué timo! Otros aclamaban su perfecta geometría, su optimismo vital. Los muy entendidos decían que era una obra fundacional. Algunos se pavoneaban ante otros por su sabiduría. Estaban los que miraban al cuadro con extrañeza y los que lo hacían con admiración. Y también estaban los que se aburrían, bufaban y estaban deseando marcharse. La libreta se llenó de un galimatías indescifrable. Después de un largo rato allí, le dolía la cabeza y se marchó decepcionado pensando que nunca sería capaz de entender nada.
En Carol (Patricia Highsmith, 1951) no hay asesinos, ni arribistas ambiciosos, ni planes despiadados como en el resto de novelas de la escritora, pero sí suspense e intriga, porque ¿qué mayor intriga hay en un amor incipiente? Y más si es un amor inesperado. ¿Se puede una persona enamorar de buenas a primeras de otra? ¿Y si es del mismo sexo? A estas preguntas intenta responder la novela. La historia comienza en unos grandes almacenes de Nueva York donde Therese Belivet trabaja eventualmente, mientras busca empleo como escenógrafa. Allí conoce a una cliente, Carol, una mujer recien divorciada, bella y sofisticada, por la que Therese sentirá una pasión incontrolable, mezcla de admiración y de extrañeza. Therese, a quien su novio no le aporta nada, decide indagar en ese sentimiento. Sin embargo, todo serán obstáculos, incluida su propia resistencia a sentir.
Patricia Highsmith publicó esta novela en 1951 bajo seudónimo, porque según explica la autora, no quería ser encasillada en esta historia como lo había sido con el género de suspense. Sin embargo, su edición de bolsillo fue un considerable éxito, vendió cerca de un millón de ejemplares y la escritora recibió grandes cantidades de cartas de agradecimiento. Más de treinta años después, en 1983, Patricia Highsmith reconocía la autoría de, quizás, la única novela de amor que había escrito.
Un whisky con coca cola, el segundo. La noche no ha hecho más que empezar. Cuanta gente hay aquí. Tenía ganas de ver gente, pero esto es demasiado. Aún así tengo que salir más. A veces, me da una pereza insoportable y estúpida y prefiero refugiarme en mi casa, en mi habitación y no moverme, como si así no me fuera a suceder nada. ¿Qué pensará cada persona que hay aquí reunida? Si se alzara en voz alta cada pensamiento, el sonido sería más atronador que la música. Me presentan a alguien. Dos besos. Otra persona, otros dos besos. Me han dicho los nombres y ya no me acuerdo de ellos. Me gusta esa chica de la barra. Podría decirle algo, pero ¿qué? Hola, soy un tío que te ha visto desde lejos y vengo aquí a darte el coñazo. No sirvo. Nunca he servido. Se le acerca un chico. ¿Es su novio? No, debe ser otro gilipollas que se ha fijado en ella, como yo. ¿Qué le dirá? Ella parece que sonríe. Buff, así me va, debería dejar de ser tan tímido. ¿Cómo te va? me preguntan, bien, bien, respondo, con desazón, como si no ocurriera nada en mi vida. La gente baila, o hace que baila. Yo mismo marco el ritmo con los pies. La chica de la barra sale a la pista. No puedo dejar de mirarla, pero con disimulo. No quiero que me cace. Se mueve sinuosamente, se ríe como una tonta con sus amigas, se luce. Sonrío y dejo de observarla. Será mejor. Charlo con alguien animadamente sobre algo superficial, la tele, por ejemplo. ¿Pedimos otra? me dicen. Bueno, me hago de rogar pero me apetece, pide otra. Me cuentan algo muy gracioso. La chica vuelve a hablar con el imbécil de antes. Aún queda mucha noche.
El señor Chow salió de la redacción con desgana. Caminó. Los pasos sobre el asfalto le retumbaban en la cabeza. Tenía la contradictoria sensación de querer llegar y no hacerlo a la habitación 2046 del hotel Oriental de Hong Kong. No era cualquier lugar. En 2046 se viven los recuerdos perdidos, nada cambia nunca en 2046. Y eso era lo que desesperadamente buscaba el señor Chow. Cuando se ha amado con tal intensidad, todas las mujeres son una, la amada, la buscada, Su Li-zhen, se decía una y otra vez. Y aunque salía y entraba de la habitación, asumía que estaba atrapado en ella, que sus paredes encerraban aquel enigma que una se le cruzó en la vida. Todo el camino, estuvo planeando una nueva historia para escribir, porque su editor le apremiaba. El señor Wang le saludó amistosamente en la puerta del hotel y le preguntó cómo le había ido el día. Contestó algo banal y se dirigió hacia la habitación. Acarició levemente la placa con el número y de nuevo se sintió perdido.
El señor Chow (Tony Leung) aparece en las tres películas (Days of being wild, In the mood for love y 2046) de la trilogía de Wong Kar-wai sobre el Hong Kong de los 60, pero es en los dos últimas donde es el protagonista. Periodista, novelista de tres al cuarto y sobre todo amante, el señor Chow deambula en un mundo rutinario plagado de recuerdos. Sufriente, con los ojos tristes, se da cuenta como su esposa se va distanciando cada vez más de él, siéndole infiel con el marido de su vecina. Es precisamente a ella, Su Li-zhen (Maggie Cheung), a quien entrega su amor. Surge entre ellos una relación de complicidad, reconfortando las mutuas heridas de la traición. Es algo puro, porque ni Chow, ni Su Li-zhen quieren ser como sus parejas. Pero el raudal de sentimientos es incontenible y el señor Chow decide marcharse a Singapur para olvidarla. Al cabo de los años, vuelve a Hong Kong, ha cambiado, vive una vida golfa y se prohíbe sentir amor. En la habitación 2046 del hotel Oriental, donde quedaba con Su Li-zhen, se instalará. El recuerdo de aquella mujer le obsesiona, todas son la misma, la única que amó.
No podría ponerle ni un sólo inconveniente a In the mood for love y 2046 (Wong Kar-wai, 2000 y 2004, resp.), absolutamente ninguno. En mi opinión son películas redondas, que cuanto más las veo, más me gustan y eso me pasa con muy pocas. La historia, la forma de narrarla, la estética, la delicadeza de sus imágenes, la música, las interpretaciones... en conjunto dos excelentes películas. Y podría pasarme horas analizando detalles, el secreto guardado en un agujero del templo de Angkor Wat, los sinuosos qipaos de las mujeres, la sensación de decadencia y de rutina... pero serían palabras ridículas con las que apenas alcanzaría a describirlos. Lo único útil que podría decir es que os dejarais encerrar en la habitación 2046 y lo comprobareis.
Vídeo: Imágenes de las dos películas con la pieza de Shigeru Umebayashi, Yumeji's theme de la banda sonora de In the mood for love.
No nos cayó como un jarro de agua fría, más bien al contrario. Fui conociéndolo como el resto de mis hermanos, poco a poco, espiando conversaciones, cazando comentarios velados. Se suponía que llegados a una edad ya estábamos en disposición de saberlo y se contestaban, de mala gana, a nuestras preguntas, siempre que no fueran demasiados directas. No era algo de lo que se hablara a menudo, más bien se guardaba para ocasiones especiales, como si se tratase de una buena mantelería. Sin embargo, siempre, imperceptiblemente, rondaba sobre nuestras cabezas. Teníamos prohibido sacarle el tema a mi abuela, en consideración a su edad y para evitarle un disgusto. Tener consciencia del maldito secreto familiar nos afectó a todos de manera diferente. Mi hermano mayor no quería ni nombrarlo y hacía como si no fuera con él. Mi hermana apoyaba incondicionalmente a mi madre, encubriendo y reservando cualquier detalle. Yo mismo siempre me desentendí del asunto, no quería arrastrar lastres pesados de otros. Pero al ir haciéndome mayor, me di cuenta de que era estúpido creer así. Como una maldición traída de la cuna, me acompañaría incluso en el momento de formar mi propia familia. Por eso, me encargué de dejar a ésta al margen, no quise hacer cargar a mis hijos con problemas innecesarios.
Hoy, que ya no están ni padres, ni hermanos, ni otros familiares y que la misma muerte me ronda los pasos, me siento el último de una estirpe, el depositario del secreto que conmigo nació y conmigo morirá. Será lo único que me lleve, la losa que me sepulte.
Me sentía como una alfombra persa a su lado. Tenía la sensación de haber sido adquirida en un puesto del zoco de algún lugar lejano, donde se exige regatear y que se compra con la desconfianza de haber sido estafado. Era como una preciosa alfombra de seda, con cálidos colores y que daba un toque de distinción y exotismo a cualquier estancia de su casa. Un objeto de lujo que todos los amigos admiraban al entrar en el salón y que él se desvivía contando la anécdota de cómo, dónde y por cuánto la compró. Al principio, todo estaba dispuesto en torno a mí. Acariciaba la superficie con suavidad, disfrutaba de cada destello que el sol producía en ella y aplanaba cualquier arruga que por descuido se formara. Aunque pronto el diseño se haría repetitivo, los colores se apagarían y no casaría con los muebles nuevos. En un primer momento, por cariño, simplemente se le daría una nueva ubicación. Después quedaría arrumbada con el resto de objetos inútiles de su vida. Aún no estaba en eso, pero sé que llegaría ese instante, que se cansaría de mí, como se cansó de las otras cosas que le aburrían. Un destino marcado, un problema sin solución, porque se quedó prendado de los colores, de la simetría del dibujo, del rico tejido. Sin pararse a pensar, que una alfombra no es más que nudos y nudos atados para siempre a la urdimbre y la trama del telar. Nudos que están pero no parecen, nudos que nunca se podrán desatar.
Hay días que necesito una sonrisa. Y salgo a buscarla a la ciudad, a pesar de que las nubes de asfalto gris apenas dejen traspasar los rayos del sol en este cielo encapotado. Es en esos días cuando los colores huyen y los pocos que quedan son de cartón piedra o están en altos carteles inalcanzables. Todo se rodea de una neblina homogénea que me hace confundir la forma de las cosas. Y para no caer en engaño externo, ideo mi propio engaño. Una burbuja coloreada, chicle, pop, un poco tonta quizás, y desde la que veo la ciudad de rojo intenso, de azul cobalto, de verde manzana o de amarillo limón. Paseo dentro de ella, no hay dardo que la pueda pinchar, estoy seguro, protegido. Es luminosa, caleidoscópica, vibrante. Dentro puedo ver otra realidad, otras caras, otra vida. Consciente de lo irracional y momentáneo de esta situación, sonrío. Paraíso artificial, pero paraíso al fin y al cabo, pienso. En esos días, no hay nada que me pueda afectar. Sé que es casi nada pero me sirve de tanto...
En esos mismos días, siempre recurro a La Casa Azul como banda sonora que acompañe mis sonrisas. Me da mucho subidón. Y aunque no necesito excusas para escuchar el sonido efervescente de este grupo, hoy comparto La nueva Yma Sumac, una buena canción para que las sonrisas sean infinitas, al menos dentro de cada una de nuestras burbujas.
Estoy ciego. No veo nada. Ha ocurrido de repente. Sin porqués, sin causas, casi sin notarlo. Inundado en una bruma blanca, que lo envuelve todo y que convirtió las formas de las cosas en blanco. Un blanco inmaculado, un blanco infinito. Y ese mero hecho, pequeño, como pequeños son mis ojos, fue la peor desgracia de la humanidad. No bolas de fuego caídas del cielo, ni grietas insondables en la tierra, sólo ojos ciegos, vacíos, estancos, sin comunicación. No damos valor a lo cotidiano, por insignificante y por cansino, por cercano, pero cuando lo perdemos asistimos a un reencuentro: el del nuestro yo con el mundo, el del conocimiento. Y tiramos del instinto más atrofiado. El que no usamos porque nosotros, los hombres, nos creemos una raza singular tocada por la mano de Dios. Pero basta lo más mínimo, la escasez de algo sencillo para que el mundo sucumba a la mayor y más contagiosa ceguera.
Un hombre (Yusuke Iseya) en un coche frente al semáforo de repente se queda sin vista. Tras la primera impresión acude a un oftalmólogo (Mark Ruffalo) que revisa sus ojos sin encontrar nada. Todo parece correcto. Pero al día siguiente el oftalmólogo queda también ciego y se inicia una particular epidemia muy contagiosa. Las instituciones públicas, al desconocer las causas que producen el contagio, deciden recluir a los ciegos como medida de cuarentena en un psiquiátrico abandonado. Pero todos no son ciegos, la mujer del oftalmólogo (Julianne Moore), sin saber porqué, ve y acompaña a su marido en el encierro. Ella será sus ojos en un primer momento y posteriormente los del resto. Cada vez son más los que llegan, sin noticias del mundo y sin las mínimas condiciones. Tienen que organizarse para vivir, pero no todo el mundo quiere acatarlo. Fuera, la situación no es mucho mejor. La epidemia se extiende y no hay forma de pararla.
No es fácil hacer la adaptación al cine de un libro. Son lenguajes diferentes. Pero si encima es un libro como Ensayo sobre la ceguera (José Saramago, 1995), además de difícil, es un reto. Por eso creo que la película A ciegas (Fernando Meirelles, 2008) no tuvo críticas entusiastas. Los que leyeron el libro inevitablemente compararon ambos y los que no, supusieron que una película no podría estar a la altura de ese libro, éxito de ventas y aclamado por la crítica. Y es que es una tarea monumental crear en imágenes el efecto de la ceguera. Pero esta ceguera es muy simbólica, representa lo desconocido, lo contagioso, lo inevitable, la gran pandemia que puede acabar con una maltrecha civilización. La enfermedad que despoja al ser humano precisamente su humanidad y que lo arrumba a su condición de animal que lucha por la supervivencia. Por eso es una película cruda, como lo es el libro y que se encarga de crear en el espectador la sensación de despojado, de lucha extrema. El problema de la película es quizá la falta de valentía a la hora de mostrar al público los rigores de ese mundo apocalíptico y que en la novela se cuentan detalladamente. Pero en cualquier caso, evitando comparaciones, A ciegas es una película interesante, en el fondo y en la forma, iluminada de todos los matices del gris, para no caer en el negro absoluto de la historia que cuenta. Y que termina con un sol cegador.
No podía dormir. Daba vueltas a la cama sin conseguirlo. Su marido masculló que qué carajo le pasaba y ella, por no molestar más, le dijo que nada. Pero se encontraba inquieta por algo que le había sucedido por la tarde. Una nimiedad, en realidad, en cualquier otro momento le hubiera dado lo mismo, pero esta vez, sin saber porqué, le había afectado.
Hoy, como de costumbre, tomaba algo con sus amigas en una cafetería del centro. En plena cháchara intrascendente, vio que el hombre que estaba en la mesa de enfrente era un antiguo compañero de instituto. No eran íntimos, pero se pasó todo el último curso sentado a su lado en clase, era simpático y se llevaban bien. Sin embargo, el recuerdo de aquel chaval difería tanto de ese hombre que no sabía con seguridad si era él o no. Le observó furtivamente. La mirada perdida hacia la calle, dos coñacs casi seguidos, un jersey raído sobre una incipiente barriga, barba descuidada, olor a soledad. El digno retrato del fracaso. Decidió hacerse la tonta y no saludar. Pero cuando ya salían, él la paró.
-Hola, Lucía, ¿te acuerdas de mí? Soy Miguel, del instituto.
-Claro, Miguel, cuanto tiempo, no te había visto. ¿Cómo te va la vida?
No le interesaba lo más mínimo saberlo, pero la mentira cortés se impone en estos casos. Miguel empezó a contarle un rosario de calamidades que culminaron con la muerte de su mujer hacía pocos meses. Lucía escuchaba con una sonrisa congelada y asentía hipócritamente a pesar de que era un hombre que pedía ayuda a gritos. Quizá sólo necesita que lo escuchen, parece muy solo, pensó, sin embargo, cuando le tocó su turno, Lucía lo ventiló rápido, con generalidades. Todos bien, gracias a Dios. Me casé, tengo una niña. Lacónica y cortante, evitaba que el encuentro se alargara más de la cuenta. Y cuando él le preguntó si iba mucho por ahí, ella mintió descaradamente. Para evitar un silencio incómodo, volvió a mentir diciendo que tenía prisa. Miguel se despidió sinceramente con un "Me alegro de haberte visto" y Lucía respondió "Igualmente". Nunca dos frases que significaran lo mismo fueron tan opuestas.
El joven Cándido escuchaba atentamente al sabio Pangloss. Sus palabras tenían sentido: Estando todo hecho para un fin, todo lleva necesariamente hacia el fin mejor. En su interior, un optimismo vital brotaba. Vivía feliz en el castillo de Thunder-ten-tronck, en Westfalia, al amparo del barón. No podía existir un lugar más agraciado. Su corazón estaba lleno de amor hacia Cunegunda, la hija de su señor. No había razones para pensar que algo podía torcerse.
El viejo Cándido trabajaba en su huerto de Constantinopla. Era una labor dura pero satisfactoria. Cultivaba cidras y pistachos con los que se hacían deliciosos dulces. Parecía escuchar las palabras del sabio Pangloss que decían que el hombre no había nacido para el ocio. En su casa le esperaba Cunegunda, otrora doncella de encendidos colores y ahora mujer desdentada, calva y fea, aunque de sangre noble. Al acabar el día, fue recordando los muchos y crudos avatares de su vida: prisionero de los búlgaros, naufrago, superviviente del terremoto de Lisboa, azotado por la Inquisición, perseguido por los jesuitas guaraníes, invitado del señor de Eldorado, engañado por los holandeses de Surinam, timado en Francia y perdido en Venecia. Aunque finalmente encontró el sosiego en tierras turcas. Lo importante era, sin duda, el final.
El optimismo no tiene que ver con el mundo exterior. Podemos padecer sufrimientos, vivir guerras, hambrunas, injusticias, persecuciones pero nunca pensaremos que esa es la regla general. Ese optimismo elegido es interno, propio y decidido a creer que lo mejor está por llegar. Al menos esto es lo que pensaba Cándido (Voltaire, 1759) y por más desgracias que le acontecían, era animoso seguidor de la filosofía del optimismo de Pangloss, discípulo de Leibniz. Voltaire al final de su vida escribió este relato repleto de sátira y humor para condenar el optimismo iluso, el que cree que vivimos en el mejor de los mundos y que todo lo que ocurre tiene un final feliz. Un libro divertido, pero también un catálogo de los horrores que una persona podía vivir en el siglo XVIII. Reconforta, al menos, pensar que no vivimos en el peor de los mundos, tampoco en el mejor y que todo puede mejorar pero también empeorar. Las causas de todos los cambios son tan variadas que normalmente se escapan de nuestro conocimiento. No hay que vencerse al pesimismo, porque nos conduce a la amargura, pero tampoco dejarse seducir por el optimismo, salvo que queramos la vida del pobre Cándido.
En esa casa tenía todos mis recuerdos. Habíamos invertido años de nuestra vida comprando cosas hasta que todo estuviera en su sitio. Sabía porqué fue esa cama y no otra la que elegimos, sabía dónde había comprado cada libro, cada cuadro, cada cojín. Todo tenía sentido. Me regocijaba poniéndome a prueba, a manera de juego, recordando precios, descuentos, rebajas e incluso fechas de adquisición. Exhibía orgulloso baratijas exóticas sacadas de un mercado lejano, legados familiares, gangas encontradas. Disfrutábamos de esa estabilidad que produce poseer objetos, por más que no existiera ninguno de extraordinario valor. Pero en el momento en que abandoné esa casa, los recuerdos se quedaron allí, alojados en el interior de dichos objetos. No me siguieron porque ya no los merecía. Me volví todo lo austero y parco que pude. Seguía comprando, claro está, la vida lo exige. Sin embargo, los nuevos objetos no servían de reemplazo de los antiguos, ni los quería, ni estaba dispuesto a aceptarlos. Los almacenaba como trastos inútiles y procuraba olvidar cualquier detalle sobre cómo, dónde y porqué aparecieron. Me resisto a encariñarme con nada, busco la vía fácil, ermitaño, frugal, simple. Mi existencia se quedó en esa casa, voluntariamente fue así. Quedó en sus cosas, en cada adorno de sus estanterías, en cada mueble. Ahora, de prestado, sufro una especie de reflejo de vida, de piso alquilado, de objetos que yo no puse allí, que no me pertenecen.
Imagen: Bodegón con cacharros de Francisco de Zurbarán (c. 1660, Museo del Prado, Madrid).
Venía de la compra en coche. Se había aprovisionado para la visita de su hijo, su nuera y sus nietos. Se paró en un semáforo. Encendió la radio. My Generation de The Who. Y asintió satisfecha. Recordó la fecha en la que estaba. Cerró los ojos. En los últimos sones de la canción, el locutor dijo que la dedicaba a aquellos locos de la era de Acuario cuarenta años después. Se miró en el espejo retrovisor. Sus ojos habían perdido brillo, los rodeaban profundas arrugas. Pero cada vez que escuchaba esa canción se veía con veinte años, con su melena rubia decorada con flores y un vestido ancho que le gustaba mucho. Y recordaba, sin tener que mencionarlo la radio o la televisión, el barrizal de Woodstock, la gente apretada en los conciertos, la música, sus amigos. Pero sabía que poco quedaba de aquella chica cuarenta años más tarde, poco más que un recuerdo, como poco quedaba de aquel mundo inocente que aún creía en el cambio. El mundo que los jóvenes moverían hacia la paz, donde el amor sería la divisa. Ideas que ahora sonrojarían incluso a los niños y que aquella chica en su momento las convirtió en su credo. Y de repente, el coche de atrás la sacó de su recuerdo con un hosco claxon que le indicaba que el semáforo ya se había puesto. Paz y amor, pensó. Sonrió y siguió su camino a casa.
Este blog sesentófilo, melómano y amante de los lugares que fueron y desaparecieron, no podía pasar el cuarenta aniversario del festival de Woodstock, momento clave no sólo en la música de final del siglo XX sino en su historia en general. Porque Woodstock unió a toda una generación que creyó en utopías en las que ya nadie cree y porque el festival puso punto y final a una década prodigiosa. Transcurrió en una granja en Bethel (Estado de Nueva York) entre el 15 y el 18 de agosto de 1969 y congregó a medio millón de personas, cuando sólo se esperaban unos 60.000. Más allá de él, muchas cosas cambiaron, porque no hay nada duradero en este mundo, y los hippies de Woodstock se reconvirtieron y se diluyeron. Cuarenta años después se alzan algunas voces críticas diciendo que se ha creado un mito falso alrededor del festival. Puede ser, porque los que no vivimos un hecho histórico tendemos a exagerarlo. En cualquier caso, sea un hito o un simple concierto, la memoria de Woodstock permanecerá como el fin de la efímera era hippy en el mundo.
No sé como nadie aquí puede trabajar o estudiar, ni siquiera concentrarse. Yo no podría — me dijo socarronamente, untándose crema solar. Era un comentario muy habitual de la gente que vivía en el interior y que venía a la costa únicamente de vacaciones. Se tumbó en la toalla y empezó a contarme las novedades de su vida desde la última vez que nos habíamos visto. Al principio le seguía, pero cuando yo también me tumbé, dejé de hacerlo. Y mi cabeza empezó a recordar todas las playas en las que había sido feliz. Ésta misma, en pleno verano, con la arena ardiendo bajo mis pies, llena de sombrillas los fines de semana. Ésta, con el sol dominador abrasando los inútiles cuerpos. Echado en una tumbona o en una toalla, buscando sombra, o refrescándome en la orilla con la espuma del mar recorriendo mis muslos. Aquella en la que, de niño, buscaba conchas para guardar en un cubo. La playa de los castillos, de las cometas y los chapuzones. Ésta y otras playas al atardecer, cuando empieza a enfriarse, cuando la gente se marcha ordenadamente y las gaviotas vuelan bajo. Descalzo por la arena fría de la noche, cuando se vuelve misteriosa, con el rumor de las olas lamiendo mis orejas. Y no sólo en verano, también en la triste playa del invierno, brumosa y caminada. O en la primaveral que despierta a los rayos solares. Una sola playa bastaba, aunque sean mil en una, para hacerme feliz entonces. Hoy, la vida me entretiene demasiado para serlo. Pero aquel día, mientras yo asentía mecánicamente a mi amigo, volví a ser feliz. En la playa.
Cuerpos y más cuerpos. Cuerpos, levedad, cuerpos sin mentes, sin cargas, volátiles como plumas. Sin pasaportes, cuerpos sin amarras como globos que ascienden a las nubes. Colecciono cuerpos. Es lo único que sana esta eterna enfermedad que se agrava por las noches. Busco con desesperación, cazo. Tan acuciante es mi mal, que a veces no distingo hombre de mujer, ni joven o viejo, ni esbelto o desgarbado. Da igual. Sólo son cuerpos urgentes, como el antídoto del veneno, que me calma momentáneamente pero no me termina de curar. Cuerpos que vienen y se van, sin mayor retorno, que comprenden su comienzo y su fin. Como el círculo del que nunca salgo, del que no puedo salir y me lleva, errante, cuerpo tras cuerpo, en una infinita cadencia. Ya ni pongo excusas, porque no hay remedio para mí. Sé que está grabado como un tatuaje sobre mi piel, al que tengo que ver cada mañana frente al espejo. No sirve de nada la lamentación, sólo me resta tiempo para la búsqueda. Miro a las personas que pasean por la calle y me parecen extrañas, diferentes, inmersas en una realidad que no comprendo. Pero disimulo todo el tiempo, petrificando mi cara en una mueca agradable, para no asustar, para no ser descubierto. Y busco, busco con desvelo el cuerpo que pare esta agonía. Pero todos son casquillos vacíos. Cuerpos sin boca. Sombra de cuerpos. Sin nombre, sin alma.
La despertó un ridículo tono que le había puesto al móvil. Durante un segundo, pensó en no contestar, pero finalmente alargó el brazo hacia la mesilla de noche y vio en la pantalla quien era. -¡Cómo no!- suspiró. Se sacudió la modorra con un par de cabezazos y tendida, cogió el teléfono. ¿Sabes que hora es, guarra? Su voz pastosa ni siquiera se parecía al agradable tono que usaba normalmente. Sí, aún en la cama. No, no estuvo mal. ¿No me preguntes eso? Bueno, es guapo, claro. Sí, muy agradable. Y giró su cuerpo en una sacudida, viendo el lado de la cama vacío. Colocó el brazo que no sujetaba el teléfono sobre las sábanas arrugadas. No ha tenido ni la delicadeza de despedirse. Lo que oyes. Ni me he enterado. ¿Te puedes creer cosa igual? Ya no pido ni que busquen una excusa elaborada. Con decir, me voy, nos vemos, ya te llamaré, con eso, me conformo. Pero no, tenía que tocarme el cabrón que se va sin decir ni mu. No sé, debo tener imán, porque éste me engañó como una tonta. Tenía buenas maneras. Me gustaba. Pero fíate tú de las apariencias. Ya no soy capaz ni de decirme que no volverá a pasar, que se acabaron los tíos... porque me conoces y esta conversación la tendremos alguna otra mañana más. Se tocó el pelo y se desperezó, haciéndose un ovillo. La luz entraba por las rendijas de la persiana, dando el reflejo directamente en sus ojos. Los cerró, molesta, y frunciendo la frente, sentenció: Pero una cosa te dijo, cuando me lo vuelva a encontrar me va a oír. Pienso montarle el mayor numerito que haya sufrido en su vida. Ya estoy harta. Éste va a pagar por todos los hombres que me han hecho daño en la vida.
Tras la puerta del dormitorio, cruzando el pasillo, en la cocina, un chico con el pelo revuelto llenaba dos tazas de café. Buscaba el azúcar en los armarios pero sin hacer el menor ruido, para no chafar el desayuno sorpresa. Incluso había tostado un poco de pan de molde. Le brillaban los ojos, y a pesar de la cara de dormido, sonreía.
Mandó a su mujer y sus hijos a la casa de la playa. Compró una botella de whisky y varios metros de una cuerda resistente y se preparó a poner en práctica la decisión más dura que jamás en la vida había tomado. Las razones eran múltiples; algunas de tremenda importancia, que habían conformado juntas un callejón sin salida, del que esa tarde estaba dispuesto a escalar. Escribió dos cartas, una dirigida a su familia y otra a la autoridad competente, ambas sinceras y directas. En esa situación tan cruda era mejor obviar los paños calientes. Como nunca había hecho un nudo de tamaña trascendencia, decidió informarse. En un buscador de internet, enseguida encontró la solución: Instrucciones para hacer un buen nudo de horca. Eran viñetas sencillas con una escueta instrucción, perfectas para el caso. Una vez previsto todo, se dio una larga ducha y eligió con cuidado la ropa que se iba a poner. Pensó que la pérgola de madera labrada del porche trasero sería lo suficientemente resistente. Frente al ordenador, con un vaso de whisky con hielo, comenzó a seguir las instrucciones para hacer el nudo, pero frente a lo que pensó en un primer momento, no era nada sencillo. Después de algunos intentos, consiguió algo parecido al nudo del ahorcado pero no estaba bien apretado y se deshacía al deslizarse. Se desesperó y se apuró de un tirón el vaso de whisky. Se bebió otro mientras escrutaba la cuerda en busca del error que había cometido. Probó una y otra vez, con más y menos cuerda, pero no conseguía hacerlo corredizo, o se quedaba flojo. Bebió una y otra vez también para infundirse ánimos. Pero el alcohol hacía que cada vez sus manos estuvieran más torpes y finalmente se quedó dormido en el sofá.
Al día siguiente, se despertó con la cuerda enredada al cuerpo. Era tarde y tenía una fuerte resaca. La cabeza le iba a estallar. Se levantó arrastrando las piernas como un boxeador noqueado y se tomó una pastilla. Vio las cartas, primorosamente colocadas sobre la mesa. Sintió una vergüenza atroz. Las rompió. Tiró a la basura el poco whisky que quedaba. Enrolló la cuerda y la dejó tirada en el garaje con el resto de herramientas de bricolaje, que por falta de tiempo, ya apenas usaba.
Imagen: Horca de la exposición "Antiguos instrumentos de tortura" de la Sala Alfonso XII de Toledo.
-¡Oh Dios, querida, hay una mujer en el espigón! Con este temporal podría caerse al mar. Tenemos que hacer algo.
-Tranquilo Charles, sólo es Tragedia, como todos la llaman en el pueblo. Siempre está ahí y nunca le ha pasado nada. No te preocupes.
-¿Tragedia?
-Sí, Tragedia, la mujer del teniente francés. Es lo menos grave que se dice de ella, porque se le llama en el pueblo de algunas maneras que una señorita no puede repetir. Siempre está esperando que vuelva ese hombre. ¡Qué horror! Se pone en evidencia.
Ni se lo pensó. Charles corrió por el espigón de Lyme Regis, a pesar de que Ernestina gritaba que volviera. No podía permitir que le pasara algo a aquella mujer. El mar bramaba furioso, incontrolable, sin embargo ella no se movía. Cuando llegó al final, estaba totalmente empapado y ella seguía inmóvil, enlutada y con la mirada escrutando el horizonte. Señorita, es peligroso que permanezca ahí, podría ocurrir una desgracia, le advirtió. Y giró la cabeza lentamente, con desgana y clavó sus ojos de esfinge en Charles. Sin decir nada pedía ayuda. Fue entonces cuando él se dio cuenta que no era ella quien estaba esperando, sino él, a que llegara ese momento.
Rey Sol, señor del cielo, tú, el que amarillea los campos, el que resquiebra los caminos, el que calienta mi piel, el que sonroja mis mejillas. Sol, el que ilumina las aguas, el que enciende el día, siempre por el mismo sitio, puntual, uno tras otro, haces crecer las flores y las marchitas, das la vida y la quitas con tu poder absoluto. Vigoroso Sol, empequeñeces la vida frente a ti, haces felices a unos y desgraciados a otros. Ansiado, adorado, odiado y celebrado Sol, rojo, amarillo, anaranjado, haz que tu imperio me sea próspero, que ría, que brinde, que goce del poder que me das con tus pertinaces rayos. Yo, pequeño vasallo, insignificante, que apenas puedo mirarte a la cara, me arrodillo ante tu esplendor, rogando que seas clemente, que me transmitas la fuerza necesaria para que no me agoste, para que el verano sea tan brillante como los de antaño. Tu sincero servidor aguarda en la sombra tu respuesta.
Julio y agosto son el imperio del sol, donde el verano es más duro y las fuerzas flaquean por el agotamiento. También es la época de la diversión, del esparcimiento, de los que, como hormigas, trabajan en el invierno y necesitan recargar pilas, vagueando como cigarras. Es el momento del año donde los colores son más luminosos. Las sandías crujen jugosas, los tomates rezuman y el agua sabe mejor. El verano sirve para tumbarse al sol y ser feliz. El verano no puede, ni quiere ser desgraciado. Así que, desde mi infinita travesía, os recomiendo una canción preciosa, para que rindáis tributo al sol, con una sonrisa en la cara, en cualquiera de sus ocasos veraniegos.
Vídeo: Nina Simone - Here comes the Sun (François K. remix) del disco- homenaje Nina Simone: Remixed & reimagined (2006).
Imagen: Puesta de sol en Capri.
En una noche cerrada, de lluvia tempestuosa, frío que cala hasta los huesos, de soledad y silencio, cualquier cosa puede suceder. Los ojos no pueden, no quieren quitar la vista de las letras impresas. Miras por la ventana y el fulgor de un rayo ilumina por un segundo la negrura del exterior. ¿Hay alguien ahí? La imaginación puede producir una mala pasada. Eres consciente. De repente, una ventana se abre furiosa y te sobresalta. El pulso se dispara y tratas de tranquilizarte. La cierras lentamente pugnado contra el viento. A través del cristal intentas distinguir algo. Algo más que el agua cayendo en torrente del cielo, algo más que las nubes que encapotan la noche. Un nuevo fulgor. Sobre el árbol que agita sus ramas en el jardín, un pájaro que se camufla con su negro plumaje mira la ventana, tranquilo, impertérrito, como si la tormenta no fuera con él. Apenas lo puedes ves, pero imaginas sus garras afiladas, sus ojos insensibles, su vuelo feroz. Te sientes observado. Por eso, aseguras que todo esté cerrado, aferrándote a la débil confianza de una habitación sin posibilidad de entrada. Ni salida. Y vuelves al sillón, recoges el libro e intentas concentrarte de nuevo. Pero no eres capaz. Lo cierras de golpe y tembloroso, acaricias las letras grabadas de la portada. Apenas tres: POE.
Creador de relatos en un tiempo en que se escribían largas novelas, pionero e iniciador del género de terror, este año se dedica a Edgar Allan Poe, conmemorándose el 200 aniversario de su nacimiento. Por eso tenía que hacerle un pequeño homenaje a su obra, en la que destacan cuentos como Los crímenes de la calle Morgue, El escarabajo de oro, La verdad sobre el caso del señor Valdemar, El corazón delator o poemas como Annabel Lee o El cuervo. Misteriosas y oscuras palabras como lo fue su malograda vida marcada por el sufrimiento, el alcohol y la locura. Contienen todas ellas los ingredientes básicos de lo que consideramos actualmente el misterio, el terror, el suspense, por lo que influyó no sólo en la literatura sino en otras artes como el cine. Hoy, dos siglos después, Poe continua vigente y el aniversario es, como en este tipo de efemérides, una excusa más para que volvamos a sus escritos originales. Nada mejor que las fuentes para darnos cuenta de su importancia y modernidad. Gracias a su creatividad, cosas y animales, en principio tan inocentes, como una carta, un pozo y un péndulo, un barril de amontillado o un gato negro se convirtieron en historias inquietantes. Si sois de fácil pesadilla, os advierto que no os adentréis en este mundo. Sólo lo diré una vez. Nunca más.